La Diáspora guayaquileña, siglos XVII y XVIII
Desde mediados del siglo XVII, los guayaquileños empezaron a establecerse en los campos vecinos a la gran red fluvial del Guayas y sus vegas. El inicio de la siembra de productos para la supervivencia es el punto en que una aldea de caña y bijao, casi sin importancia, se convirtió un siglo más tarde en la progresista, pujante, independiente y rica metrópoli. Esto no lo debemos olvidar, pues nos muestra el camino, y nos alecciona en la lucha para convertir la cuenca del Guayas, el puerto de aguas profundas, la península irrigada, en fundamentos de una estrategia que nos lleve a recuperar el antiguo esplendor.
En las ricas tierras aluviales bañadas por un intrincado tejido de ríos, esteros, canales, etc., crecía el cacao esparcido por los monos. Su almendra cocinada en miel silvestre, constituía una agradable bebida indígena. La cual, introducida en España, y generalizada en Europa occidental, se transformó en producto vital para la economía de la provincia colonial.
La encomienda y otros privilegios establecidos por la corona, permitieron la apropiación de la tierra, el establecimiento de huertas, y, con estas, el comercio del cacao, elemento principal en su relación con Lima, Panamá, México y España. El cual representa la lucha secular que sostuvo Guayaquil por sobrevivir, pese a las cargas y trabas coloniales. Producto vital para su comercio internacional y semilla indiscutible de su independencia.
La agricultura y el campesino, eran fundamentalmente indígenas, aunque sumamente afectados por la cada vez mayor presencia de cultivos, animales domésticos y hombres de España. Productos como el maíz, ají, fríjol, papa, calabaza, agave, camote, tomate, mandioca, aguacate, zapote y muchos otros más, eran plantas alimenticias cultivadas por los americanos del callejón andino y de la sabana costera de nuestro territorio. De estos, el cacao paulatinamente comenzó a destacarse como elemento agrícola determinante de la economía colonial de la Costa.
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La aparición de la ganadería también provocó transformaciones sorprendentes. Vacunos, cerdos, ovejas, cabras y caballos se reprodujeron en forma rápida y pronto transformaron la vida y la economía del campo.
La provincia de Guayaquil abarcaba casi la totalidad de la costa de la Audiencia de Quito, es decir: las actuales provincias de El Oro, Guayas, Los Ríos, Manabí y la parte sur de Esmeraldas.
Sus aproximadamente 50.000 Km2 de superficie, en 1763 –al tiempo que Guayaquil dejó de ser corregimiento y elevada a gobernación militar– estaban divididos en siete partidos: Portoviejo, Punta de Santa Elena, la Puná, Yaguachi, Babahoyo, Baba y Daule. Pero a mitad del siglo XVIII, los partidos de Puná, Daule y Baba, a su vez fueron divididos en Naranjal, Balzar y Palenque, respectivamente, con lo cual pasaron a ser diez.
Pero esta evolución de su estructura política no termina allí: a principios de 1768, a costa de territorios de Esmeraldas se crea el partido de la Canoa; en 1780, por una segunda división del partido de la Puná, surge el de Machala, y en 1783, nace el de Samborondón, extraído del de Baba.
Ya en el siglo XIX, precisamente en 1802, de una segregación de Babahoyo, nace el de Puebloviejo, con lo cual se completaron catorce partidos, a su vez divididos en curatos y pueblos. Cambios y divisiones que, vista la gran extensión de la provincia, tenían como finalidad básica, la civilización de los indígenas en base a someterlos a vivir en poblados, bajo la influencia de una administración de justicia y de la religión católica.
“La propia ciudad de Guayaquil conoce un enorme crecimiento urbanístico que, a pesar de los estragos causados por los continuos incendios, se refleja en la multiplicación de barrios, en la ampliación de los servicios públicos y en la notable mejora de las condiciones higiénicas. Incluso en la red viaria regional se llegan a plantear innovaciones, como los diversos proyectos para mejorar las comunicaciones entre la sierra y la costa, proyectos que resultaron fallidos por diversas razones, entre ellas el desinterés de los propios guayaquileños, que ya habían comprobado que era en el mar y no en la sierra donde se encontraban sus posibilidades de desarrollo.” (María Luisa Laviana, Guayaquil en el siglo XVIII, recursos naturales y desarrollo económico, 1987).
El reparto de la tierra, los indígena y su administración
La forma de repartir la tierra y su posesión en las zonas cacaoteras del litoral, al empezar la transición del periodo colonial al poscolonial, era básicamente la misma, que la empleada inmediatamente después de la conquista.
Para acceder a la propiedad predial durante la colonia se podía recurrir a cuatro mecanismos distintos: 1.- Por repartimiento de tierras efectuados por los cabildos durante la conquista; 2.- Por Reales Cédulas de gracia y merced; 3.- Por prescripción de dominio (posesión y cultivo durante un periodo de cuarenta años o “desde tiempo inmemorial”); y 4.- Por composición y venta.
La tierra adquirida de esta forma fue elegida, preferentemente, entre la situada a orillas del sistema fluvial que fue la gran vía de comunicación. Y, constituyó el génesis del auge comercial de la “pepa de oro”. Las cuales, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, devinieron en las grandes haciendas y ricas plantaciones que hicieron historia, al propiciar el poder económico que primó en la provincia.
Instituciones típicas del coloniaje fueron: encomienda, repartimiento y hacienda. Con ellas sometieron a los naturales al trabajo en los campos.
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La encomienda fue una delegación del poder sobre los súbditos indígenas, que los colocaba bajo la tutela del encomendero. El cual, a cambio del tributo y trabajo de los encomendados, debía darles instrucción religiosa y administrar a cierto número de ellos.
En 1581, Hernando Gavilán a orillas del río Babahoyo y en Daule, tenía un total de 84 tributarios; Baltasar Díaz de Magallanes, en el río de Guayaquil, Uachicacao y Daule, 91. El pueblo de Daule fue encomendado a Bartolomé García Monedero, y, 133 tributarios le entregaban anualmente 5 pesos 2 tomines de plata ensayada, 120.5 piezas de tela, 86 fanegas de maíz y 202 gallinas, que por todo significaban 747 pesos de plata corriente marcada, a los precios de la ciudad.
Y, pese a que de esta suma debía pasarle una pensión de 170 pesos anuales a Miguel de Contreras, vecino de Cuenca, la encomienda resultaba la más rica de toda la provincia.
Otra modalidad era el repartimiento, que tampoco se refería a la propiedad de la tierra sino únicamente a la explotación del trabajo de los nativos, ni daba derecho alguno a la posesión del terreno habitado y cultivado por los repartidos.
La sujeción mediante la encomienda o el repartimiento, se cumplía por los caciques, quienes se encargaban de los cultivos, pues los encomenderos, por regla general residían en la ciudad.
En un documento del Archivo Histórico del Guayas fechado en julio de 1579, constan dos caciques, con sus encomendados a españoles residentes de Guayaquil:
“Don Diego Cohenegro, Cacique del Pueblo de San Antonio de Padua en el Asiento de Yaguache, encomendado a Hernando Gavilán, vecino de la ciudad de Santiago de Guayaquil (...) Los indios de Yaguachecono, y Aconche y Papai, que en término de jurisdicción de la Ciudad de Santiago de Guayaquil tiene en encomienda Juan Rodríguez de Villalobos, vecino de la dicha ciudad.”
Entre los caciques más conocidos aparecen los siguientes: Diego Tomalá, de Puná, que recibió un título nobiliario que heredaron sus descendientes. Manuel Inocencio Guale, y Manuel Soledispa, de Jipijapa; Manuel Inocencio Amayquema y María Magdalena Pudi, de Pimocha; Juana Guare, cacica de Junquillal; Pedro Martín Yaya, cacique de Papayo; Diego Balupe, de Alonche; Carmino Balencia, de Palenque; Angel Tomalá, de Baba; María Cayche, descendiente de caciques y a su turno cacica de Daule; Diego de Cohenegro o Cochenido, de San Antonio de Padua del río de Guayaquil, Asiento de Yaguachi; e Inés Gómez, Diego Ziama, Diego Payo y Pedro Yaguachi, caciques de Yaguachi, entre muchos otros.
La Hacienda era otra forma de favorecer a los conquistadores, esta sí con la posesión de la tierra. Se dividía en “peonías” y “caballerías” cinco veces mayores que las anteriores.
La peonía se entregaba a los combatientes de a pie, y la segunda a quienes lo habían hecho a caballo. Las peonías y caballerías, no fueron bien recibidas por quienes se consideraban nobles y la vanidad no les permitía aceptarlas. Excepcionalmente se encontraban españoles ejerciendo este derecho, por lo cual, se otorgaron a los caciques que el rey quería recompensar o distinguir por servicios prestados.
Dentro de la premiación por servicios, la corona permitió a la nobleza indígena o caciques ricos, adquirir esclavos negros para el servicio doméstico de sus familias. Además de títulos nobiliarios, se les concedió los monopolios del copé y la sal.
El padre Bernardo Recio, en 1750, comentó sobre la actitud del indígena del litoral, que marca una enorme diferencia con la asumida por el serrano:
“Porque es bien de advertir que estos indios de Guayaquil, y de muchos pueblos que hay en su vasta jurisdicción, son muy ladinos. Ellos visten a la española, aunque por el calor de la tierra andan sin pelo. Ellos hablan bien el romance, y lo contan con gracia y con aseo, parecidos en esto y otros modales a los aldeanos andaluces. Pero lo que admira más, es, que no les haya quedado a estos indios rastros de su nativa lengua, solo los nombres de los lugares, v. gr. Colonche, Zaguache, Tipitapa, etc. Y esto es más de admirar, porque no viven como los indios de la sierra, mezclados con españoles y mestizos, sino solos en sus pueblos, tanto que, usando de sus privilegios, no dan cuartel a los extraños”. En otras palabras, se aculturizaron por conveniencia propia, pues de esa forma adquirieron la autonomía en su diario accionar.
Para posesionarse de un terreno, el interesado presentaba una solicitud indicando su deseo de cultivarlo. El virrey, a fin de no lesionar a los campesinos nativos, ordenaba una inspección. En caso de respuesta favorable, se extendía un título que se inscribía en un registro, y para entrar en posesión del predio, un alcalde tomaba de la mano al aspirante a propietario y lo paseaba por el sitio, mientras este arrancaba hierbas, arrojaba piedras o cortaba ramas, es decir, aparentando cumplir actos que expresaban sus derechos sobre el terreno.
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