miércoles, 25 de abril de 2018





Almirante William Brown en Guayaquil II

Al llegar frente al Callao, el 20 de enero de 1816 hicieron presas a algunas embarcaciones menores y atacaron a dos bajeles, uno de ellos un enorme galeón que se encontraba en el surtidero sin mejor resultado que el incendio y posterior naufragio de este último. El 23 capturaron la fragata Consecuenciaque había zarpado de Cádiz para Lima, a bordo de la cual se encontraba el brigadier Juan Manuel de Mendiburu, nuevo gobernador destinado a Guayaquil y otros oficiales que se los tomó como rehenes.
Este sorpresivo ataque causó una gran confusión en la fortaleza del Callao, pero una vez recuperados, propinaron un severo castigo a la Hérculesque cometió el error de exponerse por doce horas al fuego del castillo principal y tuvieron la perdida de quince hombres. El estrecho bloqueo al que por quince días sometieron a este puerto no les produjo alguna oportunidad de conseguir provisiones de las que verdaderamente andaban ya muy escasos. 
Esta falta de lo indispensable para el sustento diario hasta lograr algo mejor, los llevo a concebir un desembarco en cualquier población costera que ofreciese alguna posibilidad de obtenerlos. Hallar este punto era indispensable pues no existía puerto amigo en esa parte del continente. Atracaron frente a pequeños villorrios para vender tejidos baratos productos del corso, y comprar cabras y carneros. 
Es evidente que el punto de interés era Guayaquil que entonces era una pequeña ciudad floreciente, pues desde la mitad del siglo XVII había empezado su producción y exportación del cacao, y tenía fama de muy rica. Información que fue corroborada por el teniente coronel Vanegas, oficial del ejército patriota de Nueva Granada, liberado de una de las naves capturadas en la cual era conducido a Lima para ser juzgado por su vida. La posibilidad de rendir este lugar que prometía tan jugosos resultados produjo una gran expectativa entre los hombres de a bordo.
Entraron al golfo y se aproximaron a la isla Santa Clara, El Amortajado o El Muerto a fin de desembarcar a los prisioneros y continuar navegando hasta la cala de Puná. Una vez en ella apresurarse era la orden del día y forjar el hierro mientras estuviere caliente la consigna. “Trasladé mi gallardetón de mando de la Hércules al Trinidad, dice Brown en sus memorias, y resolví con este buque y una goleta piloto, ambos bien tripulados probar la cosa por mí mismo, dejando el grueso de la escuadra fondeada en la Puná terminando hacer agua, como también ordenando las presas que en número de siete habíamos capturado”.
Por las noticias recibidas sobre el bloqueo del Callao ya se tenía conocimiento en Guayaquil de la presencia de los buques de Brown, que además de saquear poblaciones costeras esparcían a lo largo del litoral millares de hojas con proclamas revolucionarias. Mientras esto sucedía, el 8 de febrero de 1816, don José de Villamil había zarpado de Guayaquil en una goleta en un viaje de comercio, y cuando navegaba a la altura de la isla Verde fue alertado por su capitán, pues en Puná se avistaban numerosos mástiles que pertenecían a nueve o diez navíos de distintos tamaños. 
Alarmado Villamil subió al puente y comprobó la presencia de la extraña como sospechosa flotilla. Al suponer que se trataría de la anunciada expedición, que sin duda estaba esperando la marea creciente para tomar por sorpresa a la cuidad, decidió voltear en redondo y remontar el rio para prevenirla y salvar a su población de un inminente asalto.
Ese preciso instante en que Brown partía de Puná en el Trinidad, guiado por la goleta piloto que había capturado en el Callao, flotilla con que se disponía a tomar Guayaquil coincidió con el violento giro hecho por Villamil. La maniobra de los corsarios de levar anclas y soltar amarres seguramente fue mal interpretada por Villamil, pues en su reseña histórica asegura que: “Brown no se había movido, pero en el momento que vio la goleta ascendiendo el rio, se puso en persecución con el bergantín y una goleta presa que había armado”.Se podría pensar que Villamil, presa del nerviosismo pudo haber tomado al coincidente zarpe de Brown como un acto de persecución, pues éste en sus memorias no nombre para nada el episodio. 
En ella solo consta al respecto: “Me puse en viaje a las 2 p.m. del 8 de febrero”.Lo cual tampoco coincide, ni con la reseña de Villamil ni la de Fajardo. Este último sostiene que: “a las diez de la mañana principió la vaciante; pero Villamil, en lugar de fondear, aprovechando de una fuerte brisa del Sur (cosa rara a esa hora y en plena estación de lluvias), siguió su marcha, y acercándose al fuerte y Punta de Piedra…”
No estamos de acuerdo con a la apreciación de Fajardo, pues quienes hemos navegado a vela muchos años por el rio Guayas, sabemos que durante la estación lluviosa no hay ningún viento sur suficiente para remontar la corriente vaciante del rio Guayas, que en esa época es más poderosa aun, pues su velocidad es de seis nudos. Y peor a las 10 de la mañana que generalmente hay calma. En cambio, a las 2 de la tarde como lo registra Brown, es probable que, si lo haya habido y más que suficiente pues es la hora del Chanduy, así se conocía a la brisa que a esa hora se levanta desde el golfo y pasa sobre tal poblado antes de refrescar Guayaquil.
En todo caso son pequeñas diferencias del relato que no afectan al fondo de la historia. Lo cierto es que Villamil, a bordo de la goleta mencionada, afirma que todo fue avistar la maniobra de la flotilla de Brown para sentirse perseguido. Y al momento de iniciar la marea vaciante, según él, debió forzar una maniobra en redondo. 
Lo imaginamos subiendo el río “a todo trapo”, renegando y maldiciendo cuando el cesaba el viento, o elevar preces al cielo cuando sus ráfagas y las revesas de la corriente lo ayudaban a ganar velocidad para evitar que le diesen alcance. Su principal preocupación era llegar a Punta de Piedra antes de Brown para obligarlo a detenerse. Por eso tan pronto atracó en el lugar y se tomó el nombre del gobernador de Guayaquil Juan Vasco y Pascual, para alertar a la guarnición, y ordenar la inmediata partida de una canoa a fin de advertir a la ciudad del peligro en ciernes.
Llegado Brown al fuerte de la Punta de Piedra las cosas no fueron nada fáciles para los catorce hombres que lo servían. Los atacantes en lugar de hacerlo con fuego de artillería, para no alertar a la ciudad, se aproximaron en botes cargados de marinería armados con fusiles. Una viva descarga cruzada de armas livianas tuvo lugar entre agresores y agredidos, y luego de un combate de madia hora entre fuerzas desiguales, triunfaron los hombres del Trinidad. En señal de victoria, pegaron fuego a la modesta construcción en que se albergaba la guarnición. “Después de la medianoche, dice Brown, fue tomado el primer fuerte llamado Punta de Piedra, que montaba 12 cañones largos de 17, y 20 de 4 libras, después de una defensa muy inferior de parte del enemigo. No disponiendo de gente para guarecerlo, fue demolido en el curso de un par de horas”.
Según el diario que registra lo ocurrido en la cuidad en aquella fecha, a las once y media de la noche del mismo día llegó a ella el posta con el aviso, y a la una de la madrugada del 9 lo hizo Villamil. Alertado el gobernador ordenó a junta de guerra y mandó tocar a generala convocando a los vecinos para defender la ciudad, pues sólo contaba con 40 hombres del Real de Lima.
Mientras Brown desmontaba y clavaba las baterías de Punta de Piedra para asegurar su retirada, los vecinos se habían puesto en pie de lucha. Al amanecer todo estaba listo para la defensa: el batallón de milicias urbanas “Guayaquil”, ocupaba sus posiciones al mando del coronel Jacinto Bejarano y teniente coronel José Antonio Carbo. 
De varios almacenes particulares se tomaron 400 costales de harina para con ellos formar los parapetos de las baterías, y por orden del gobernador se repartió entre oficiales y tropa, 10 piscos de aguardiente. Vale la pena traer a esta historia que en el fragor del combate se perdieron doce sacos de harina (ese día no faltaron quienes comieron pan gratis), de propiedad del comerciante José Antonio Roca a quien posteriormente indemnizaron pagando la suma de cientos cincuenta pesos con dos reales. 
A las 2 de la madrugada del día 9 Brown zarpó de Punta de Piedra, y al mediodía se situó a tiro de cañón de la batería de las Cruces, ubicada en el extremo sur, fuera del límite de la cuidad (actual calle General Gómez), que montaba 4 piezas de campaña de 12 libras y sujeta al mando del antiguo marino don Juan Ferrusola. El combate se inició con fuego cruzado de artillería, pero al poco tiempo fue dominada y tomada por las fuerzas atacantes las cuales, luego de este éxito, sin reembarcarse marcharon a pie hacia el centro de la ciudad: 
“De la misma manera que la anterior ésta fue bien pronto silenciada y se envió gente a tierra para clavar los cañones, dice Brown. El oficial al mando de este servicio, como no se había provisto de una maza no puso clavarlos y los arrojó al río, cuya orilla era escarpada, cuando lo que debió hacer era inutilizarlos para su uso futuro, lo que hubiera logrado si hubiera clavado como quería”. Meses más tarde aparece una noticia que dice: “En la posterior operación de recuperación de las piezas de artillería arrojadas al río, que tomó toda una noche y un día, se emplearon 32 hombres al mando de un capataz, con un costo de 56 pesos con 6 reales”.
El bergantín Trinidadse dirigió entonces al fuerte de San Carlos con el fin de tomarlo entre dos fuegos con los hombres que habían desembarcado en Las Cruces. Para lo cual Brown ordenó al conocedor del río tomado en Puná, que maniobrase la nave para acercarse a la batería y ponerla a tiro de pistola. Pero como estaba la marea plena a punto de comenzar la vaciante y el viento débil del norte como ocurre en tiempo de lluvias, el puneño advirtió a Brown que el bergantín no cedería a la maniobra. Este hizo caso omiso, y lo amenazó con una pistola en el pecho conminándolo a cumplir la orden o a pagar con su vida el desacato.
El bergantín al voltear hacia el baluarte San Carlos fue tomado por la corriente en revesa, y tal como lo había previsto el práctico, por la levedad de la brisa no respondió al timón. Y acabó tan profundamente varado sobre la playa, que el bauprés quedó justo sobre una gran cantidad de madera apilada en la orilla, que al momento de la embestida era utilizada como parapeto por los defensores.

lunes, 23 de abril de 2018





Almirante William Brown en Guayaquil I

En la lucha por el dominio y control del mar, de las rutas y circuitos comerciales, Inglaterra, Francia y Holanda armaron flotas corsarias que infligieron grandes daños a España que fue la primera potencia mundial de los siglos XVI y XVII. Aniquilaron su orgullosa Armada Invencible, arrasaron sus puertos, etc. La política astuta y agresiva de Isabel I de Inglaterra llevó a ese país a constituirse en la primera potencia naval y económica mundial. En los siglos XVIII y XIX, cuando el ocaso español era irreversible hombres como Brown, Cochrane, O´Higgins, Illingworth, O´Leary, y muchos otros de sus coterráneos, estaban listos para asestar la estocada final y bajo un aparente voluntariado reforzaron los ejércitos liberadores que luchaban en América.
Pero, ¿era realmente la propia voluntad de estos hombres que los llevó a participar en esta lucha? O sólo respondían a los intereses de los países involucrados en el aniquilamiento del poderío español. Yo diría que en la combinación de ambos debe estar la verdad. Pues tales gobiernos buscaron por cualquier medio terminar con la cada vez más debilitada España. Y para cumplir con el mandato de sus intereses políticos y financieros acudieron batallones enteros especialmente de ingleses. Brown, entre estos, aunque es considerado un héroe argentino su misión forzosamente debió tener su origen en la corte inglesa. Sin embargo, nunca se hallará un documento que lo demuestre pues sobre tales interioridades no se dejaba constancia escrita. Lo único cierto es que el control que España quería ejercer sobre los mares de Hispanoamérica y sus territorios era un verdadero anacronismo que debía terminar.
Entre nosotros es poco conocida la finalidad que tuvo la presencia del comodoro Brown en el escenario colonial de esta ciudad. Hay quienes lo tienen por uno más de aquellos, que armados en corso por potencias europeas procuraron arrebatar los mercados a España. Otros como uno de tantos extranjeros que bajo esos auspicios vinieron a luchar por la libertad de lo que quedaba bajo el dominio español en este lado del mundo. Nosotros creemos que llenó ambas formas, pues la necesidad de abastecer la tripulación de lo indispensable para su misión y proporcionar su paga, a tan gran distancia de su punto de origen lo llevaron a la práctica del asalto. De lo contrario cómo podemos entender las capturas de buques que hizo, la venta de mercancías robadas y los fines de lucro que en general capturó.
William Brown, personaje que participó en esa epopeya, nació en Foxford, Irlanda, el 22 de junio de 1777. Hijo de un modesto colono emigrado de los Estados Unidos con su familia. Muy niño quedó huérfano y sin recursos de ningún género por lo cual, en busca de un oficio, se alisto en un buque de guerra de ese país y adquirió la profesión de marino en la cual se destacó por su arrojo y valentía.
Al estallar la guerra entre Francia e Inglaterra en 1805, Brown comandaba un buque mercante inglés que fue capturado por la escuadra francesa. Sometido y reducido a prisión, se fugó a la primera oportunidad que tuvo, una vez libre se trasladó a Buenos Aires, donde compró la goleta Industria para dedicarse a la transportación de cueros como medio de vida sin comprometerse con bando alguno. Pero en 1811 fue capturado por los españoles, reprimido por sus autoridades y casi arruinado. Esto lo hizo comprender cuanta importancia tenía la libertad y la independencia.
Así abrazó la causa de las armas rebeldes a las que fue incorporado con agrado con el cargo de teniente coronel y destinado al mando de una pequeña flota, que participó en forma destacada en la toma de Montevideo, acción en la que resulto herido. Regresó a Buenos Aires dejando la escuadra para embarcar artillería, provisiones, etc., que fueron transportados a esa capital. Tal flota fue liquidada a excepción de las naves menores que después de la caída de Montevideo intervinieron en otras acciones. Y como testimonio de su gratitud y en recuerdo de los importantes servicios prestados por el comodoro Brown en la toma de Montevideo el Gobierno Argentino le donó la fragata Hércules.
Una vez consolidada la independencia de Argentina, con su correspondiente proceso de altibajos, de éxitos y fracasos, y cesada la guerra civil el gobierno de Buenos Aires pudo dirigir su mirada hacia otros asuntos. De los cuales el principal era adelantar por todos los medios posibles la independencia de los territorios americanos que aún estaban en poder de la corona española. Con tal objeto se determinó enviar al Pacífico una escuadra al mando del comandante Brown, a fin de debilitar el poder colonial, proteger y estimular las tentativas revolucionarias contra éste. Simultáneamente se preparaba la expedición de San Martin que cruzaría los Andes para cumplir una serie de importantes campañas militares.
En 1815 fue invitado a una reunión con el director supremo de las Provincias Unidas, Juan Martín de Pueyrredón, a fin de entregarle el mando de una flota corsaria y comprometerlo con la guerra de independencia americana. Convinieron en un documento de quince puntos que constituía un contrato para fijar las acciones de corso que debía practicar en el Mar de Sur. En este quedaron detalladamente descritos, el dinero en efectivo estregado para la operación, el armamento y enseres con que contarían a bordo las dos naves que eran parte del mismo instrumento, todos ellos salidos de los almacenes de la Marina. Las atribuciones especiales a quienes comandasen tales buques, consideraban: “apresar, quemar y destruir, según convenga, los buques enemigos”.
Brown de acuerdo al documento podía designar agentes para recibir y vender las naves o bienes capturados. Además, le exigía medidas de control, como elaborar un informe diario que debería enviar a la Secretaría de Marina por cualquier medio disponible, etc. Se establecía el tiempo de duración del corso, y una vez concluido la obligación de devolver al Estado el bergantín Trinidad con sus armamentos y los que se le facilitara para la fragata Hércules de su propiedad, la cual había sido completamente reparada y forrado su casco de cobre. Naturalmente en caso de naufragio estos puntos quedarían sin efecto. Todo esto entre otras precisiones y exigencias, figuran en el acuerdo que debía observar el almirante para el cometimiento de su empresa.
Tan pronto concluyeron los detalles y la suscripción del convenio, Brown recibió las ordenes correspondientes y bajo su vigilancia personal se inició el acondicionamiento de los buques para la larga tarea. Formaban la flotilla de Brown: la Hércules portadora del gallardetón de comandante en jefe y propietario de la expedición, conforme a lo estipulado en el contrato. Esta fragata montaba 20 cañones, llevaba 200 hombres tripulantes, e iba bajo el mando de W.D. Chitty. El bergantín Trinidad, una nave muy marinera mandada por Miguel Brown, hermano del comodoro, con 16 cañones y 130 hombres.
La corbeta Halcón, buque de guerra mercenario comandado por el capitán francés Hipólito Bouchard se sumó al corso mediante convenio aparte, pero siempre bajo las ordenes de Brown. Este buque de propiedad privada, debía zarpar con anticipación a la flotilla y después del paso del extremo sur del continente, se reuniría con ella en aguas del Pacífico. Apenas cumplida con el aprovisionamiento de agua, víveres, etc., en octubre de 1815 el almirante dispuso el zarpe con rumbo al sur.
Con extrema dificultad franquearon el cabo de Hornos y cuando tenían a la vista la isla Madre de Dios, se desató un poderoso temblor que puso en verdaderos aprietos al Trinidad, pues en una borrasca anterior había perdido su tajamar que se le desprendió de la roda poniendo en peligro al bauprés y a los palos. Esto los obligó a enfilar hacia el estrecho de Magallanes donde arribaron al anochecer. Ambos buques intentaron dar fondo, pero la profundidad no se los permitió. El ancla agarró con cien brazas de cadena sin hacer cabeza. Intentaron usar anclas de mar, pero el viento y el fuerte oleaje, que rompía sobre un acantilado muy próximo, los hizo cambiar de opinión y se obligaron a separarse.
El bergantín con algunos daños continuó su travesía hasta llegar a una pequeña bahía al costado oeste de Tierra del Fuego donde pudieron hacer ciertas reparaciones. Mas la Hércules después de escapar por la noche de varios peligros, al amanecer por la violencia del mar fue arrojada contra unos arrecifes, sobre los cuales permaneció por más de tres horas recibiendo golpes en su estructura. Finalmente, con una seria avería se libró de la trampa en que estaba.
Buscaron refugio y fondearon en una pequeña caleta para reparar el daño, lo cual les tomo casi una semana. Salidos del estrecho casi sin esperanza de hallar al resto de la flota se encontraron con el Trinidad y la Halcón y subieron al norte navegando a lo largo de las costas de Chile. A fin de preservar las provisiones para un tiempo mayor capturaron y embarcaron algunos cerdos salvajes, aves marinas, huevos de pingüino, etc. Y tan pronto como los buques completaron la aguada zarparon dirigiéndose a su zona de crucero frente a Lima.
La ausencia de recursos para facilitar la coordinación en el abastecimiento y seguridad de los buques y sus tripulantes, era evidente en aquel tiempo. La comunicación entre los navíos debía ser visual; y por las noches en mar cargado, era punto menos que imposible. La previsión al acumular abastos frescos suficientes para la supervivencia se tornaba en cuestión de vida o muerte, caso contrario degeneraría en escorbuto y una agonía generalizada entre los hombres. Todo lo cual hizo que las empresas exploratorias realizadas en pequeños y frágiles barcos de madera, con elementales instrumentos de navegación, constituyeran en aquella época las más grandes hazañas y que aún hoy las veamos rodeadas por un halo de heroísmo.





viernes, 20 de abril de 2018



Siglo XVIII: España y la sociedad colonial III

El establecimiento de las sociedades económicas amigos del país en la Península, sirvió al monarca para flexibilizar sus relaciones con las instancias de poder colonial en ultramar, planteando propuestas de desarrollo implementadas por el imperio español. Para comprenderlas “será preciso definir la visión que dichas instituciones tenían de la economía, que teóricamente constituía su campo de reflexión y de actuación”.[1]Por esto es que algunas veces estas sociedades fueron órganos consultivos y en otras ocasiones manejaron una cierta cuota de poder local, desde donde podían ejecutar ciertos proyectos.
Estas reformas bajo la intervención y presión personal del monarca se concretaron en apenas cinco meses. Sin embargo, sus resultados en realidad no se dieron con tanta facilidad, pues las autoridades se vieron en la necesidad política de infundir tranquilidad a los comerciantes monopolistas españoles y ultramarinos, a fin de impedir revueltas no deseadas cuando precisamente España se hallaba inmersa en su rechazo a los jesuitas. Lo cual estuvo muy lejos de lograrse, pues, en toda América se produjeron cientos de protestas, motines e importantes levantamientos como la revolución acaudillada por Túpac Amaru en Perú, el 4 de noviembre de 1779 y la insurrección comunera en Guaitarilla, Colombia el 18 de mayo de 1800.            
Las condiciones históricas de las luchas interimperiales en Europa, la situación del imperio español y el asedio de sus vecinos, en provocaciones y enfrentamientos constantes, lo forzaron a una situación de permanente vigilancia y cuidado. Por eso,Carlos III se vio forzado a frenar y atenuar su política de imponer reformas que afectaron más a los criollos, quienes con más recursos debieron pagar más que el común. El monarca tuvo que acceder a sus peticiones,[2]realizando reformas selectivas, y para consolidar su gobierno eligió las más urgentes. Con esta nueva política de selección y la espera por acontecimientos políticos favorables, el comercio americano permaneció estancado hasta 1770, en que muy tímidamente se intentó reactivarlo.
Parael imperio españollos conflictos producidos en torno a los nuevos impuestos, como alcabala, guía y tornaguía, no cayeron en saco roto. Pronto se reforzó la organización militar que mantenía guarniciones en los puertos y plazas defensivas a las capitales virreinales. Se crearon las milicias voluntarias, intendencias militares y de Hacienda (1786), y se estructuraron las capitanías generales sostenidas por comandancias militares. Esta organización militar sobrevivió y fue la que debió enfrentar la lucha emancipadora americana a partir de 1810 hasta 1824 que termina con la independencia del Perú. 
 “En el siglo XIX el panorama será muy distinto, al menos en los primeros años. Primero Trafalgar, luego la invasión francesa, más tarde la sublevación de las colonias y las guerras carlistas se encargarán de anular el progreso logrado a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII (…) la flota mercantil casi desaparece ya que la inestabilidad política no ofrecía alicientes a la inversión de capitales en el negocio marítimo”.[3]
En las tres primeras décadas del siglo XIX, como consecuencia de las guerras napoleónicas que cambiaron al mundo para siempre, las colonias españolas de América se sublevaron contra España (alcanzando su liberación total al finalizar 1824), y en 1814 cuando Fernando VII volvió a ocupar el trono se negaron a someterse. En 1815, con la derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo, cesaron las guerras que azotaron a Europa desde 1789 y las naciones victoriosas, intentaron mantener las paz continental mediante la celebración anual de conferencias. 
Sin embargo, las monarquías absolutistas austriaca, rusa y prusiana, agrupadas en la llamada Santa Alianza, en su intento de convertirse en árbitros para imponer el antiguo orden, recibieron el rechazo de la Gran Bretaña, la cual, regida por una monarquía constitucional impulsaba la autodeterminación de los pueblos. En 1820, el sur de Europa se hallaba inmerso en violentas revoluciones; el levantamiento militar liderado por Rafael del Riego, impuso en España la constitución ultra-liberal de 1812, y en Portugal, derrocada la Regencia, gobernaba una Junta liberal. Pese a estas conquistas liberales, los regímenes ibéricos no lograron consolidarse. “Revoluciones liberales estallaron también en Italia, pero fueron aplastadas por los ejércitos austriacos, que vinieron en ayuda de los autócratas locales. En 1821, Grecia se levantó contra los otomanos, que habían conquistado el país en 1453”.[4]

El dominio español: sus efectos y costos
El punto de partida del imperio españoles constituir un espacio imperial en ultramar. Para ello buscó que su visión del mundo y sus dominios vayanmás allá del Mediterráneo, ocupado y poblado por navíos y navegantes, por un trayecto ultramarino expansivo. En él se establece una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global.[5]El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Los espacios sometidos alcanzaron la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados, extensión territorial que ofrecía una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos aplastantes.[6]
La marcada diferencia de origen regional existente en España también fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, produjeron un alto nivel de desprecio hacia ellos. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban su discrimen. Los criollos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines”, del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas. 
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos”.[7]
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la época, lamentable y mayoritariamente se han centrado en el tema sobre el relato y descripción de los hechos y participación de personajes notables, sin embargo, no ha concedido mucho espacio a la real importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”, que junto al hombre trabajó la tierra, explotó la mina y debió empuñar las armas para su defensa. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas de la Península, como sus mandatarios de ultramar. No supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas, sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
Por otra parte, tan pronto los soldados, e “hijosdalgo” llegaron al Nuevo Mundo en busca de fortuna, se produjo un gran encuentro sexual, al punto que en 1514, Carlos V mediante una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas. En 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En este encuentro de dos civilizaciones, la mujer española[8]estuvo presente desde los primeros años para jugar un gran papel “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos”.[9]


[1]Marc Martí (Doctor en Historia, Profesor de la Universidad de Toulon, Departamento de Civilización Hispánica), “Emblemas y Lemas de Las Sociedades Económicas de Amigos del País. Análisis de un Discurso de Intenciones”, Brocar, 19 (1995) Pág. 190.

[2]En los informes consultados que publica Jesús Varela en el Anuario de Estudios Americanos, que fueron presentados al rey entre febrero de 1772 y julio de 1773, se hace evidente la intención de dilatar las cosas mediante el empleo de la lentitud burocrática en los informes, estudios, elaboración de propuestas que tanto lastre agregaron a la eficacia del gobierno en su determinación.
[3]Cervera, “La Marina Mercante en la Política del Reformismo Borbónico”, Pág. 263
[4]Moisés Enrique Rodríguez “Bajo las Banderas de la Libertad”, Madrid, Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo CCV. Págs. 127 a 133, 2008.
[5]Felipe II en 1556, recibió un vasto Imperio, pero, con un erario en bancarrota. Para neutralizar la expansión portuguesa y a la vez obtener el dinero que tanto necesitaba, inició el comercio con los apetecidos productos asiáticos. En 1559, en el más absoluto secreto el monarca inició el trazado de un cuidadoso plan. El 20 de noviembre de 1564 zarparon del puerto de Navidad (Nueva España) cuatro naves protegidas por la Capitana San Pedro. A fines de abril de 1565 arribaron a Cebú e iniciaron la conquista y colonización de la islas Filipinas. En 1571, un sampán chino naufragó en aguas Filipinas y fue socorrido por naves españolas. Al año siguiente fondeó en Manila un navío chino cargado de regalos para el gobierno español como agradecimiento por el rescate de los náufragos. En 1572 los mercaderes españoles cargaron un galeón con los preciosos regalos el cual llegó a Acapulco en 1573 y así comenzó uno de los tráficos comerciales españoles más importantes de la época que duró 242 años. 
[6]“Entre 1519 y 1556, se logró construir un imperio inmenso que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500”. Ramón Carande, “Carlos V y sus banqueros”, La Hacienda Real de Castilla. Madrid. Sociedad de Estudios y Publicaciones Felipe V, 1949.
[7]Georges Baudot y Todorov T’zvetan, “Relatos Aztecas de la Conquista”. Traducción de Guillermina Cuevas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Grijalbo, Pág. 485, 1989. O El siglo XVI, como clave de la historia americana

[8]El trabajo más significativo realizado a la fecha sobre la presencia de la mujer española en la conquista, es el de la norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960.
[9]Borges Analola, “La mujer pobladora en los orígenes americanos”, Anuario de Estudios Americanos. Tomo XXIX, Pág. 38, 1972.


Siglo XVIII: España y la sociedad colonial III

El establecimiento de las sociedades económicas amigos del país en la Península, sirvió al monarca para flexibilizar sus relaciones con las instancias de poder colonial en ultramar, planteando propuestas de desarrollo implementadas por el imperio español. Para comprenderlas “será preciso definir la visión que dichas instituciones tenían de la economía, que teóricamente constituía su campo de reflexión y de actuación”.[1]Por esto es que algunas veces estas sociedades fueron órganos consultivos y en otras ocasiones manejaron una cierta cuota de poder local, desde donde podían ejecutar ciertos proyectos.
Estas reformas bajo la intervención y presión personal del monarca se concretaron en apenas cinco meses. Sin embargo, sus resultados en realidad no se dieron con tanta facilidad, pues las autoridades se vieron en la necesidad política de infundir tranquilidad a los comerciantes monopolistas españoles y ultramarinos, a fin de impedir revueltas no deseadas cuando precisamente España se hallaba inmersa en su rechazo a los jesuitas. Lo cual estuvo muy lejos de lograrse, pues, en toda América se produjeron cientos de protestas, motines e importantes levantamientos como la revolución acaudillada por Túpac Amaru en Perú, el 4 de noviembre de 1779 y la insurrección comunera en Guaitarilla, Colombia el 18 de mayo de 1800.            
Las condiciones históricas de las luchas interimperiales en Europa, la situación del imperio español y el asedio de sus vecinos, en provocaciones y enfrentamientos constantes, lo forzaron a una situación de permanente vigilancia y cuidado. Por eso,Carlos III se vio forzado a frenar y atenuar su política de imponer reformas que afectaron más a los criollos, quienes con más recursos debieron pagar más que el común. El monarca tuvo que acceder a sus peticiones,[2]realizando reformas selectivas, y para consolidar su gobierno eligió las más urgentes. Con esta nueva política de selección y la espera por acontecimientos políticos favorables, el comercio americano permaneció estancado hasta 1770, en que muy tímidamente se intentó reactivarlo.
Parael imperio españollos conflictos producidos en torno a los nuevos impuestos, como alcabala, guía y tornaguía, no cayeron en saco roto. Pronto se reforzó la organización militar que mantenía guarniciones en los puertos y plazas defensivas a las capitales virreinales. Se crearon las milicias voluntarias, intendencias militares y de Hacienda (1786), y se estructuraron las capitanías generales sostenidas por comandancias militares. Esta organización militar sobrevivió y fue la que debió enfrentar la lucha emancipadora americana a partir de 1810 hasta 1824 que termina con la independencia del Perú. 
 “En el siglo XIX el panorama será muy distinto, al menos en los primeros años. Primero Trafalgar, luego la invasión francesa, más tarde la sublevación de las colonias y las guerras carlistas se encargarán de anular el progreso logrado a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII (…) la flota mercantil casi desaparece ya que la inestabilidad política no ofrecía alicientes a la inversión de capitales en el negocio marítimo”.[3]
En las tres primeras décadas del siglo XIX, como consecuencia de las guerras napoleónicas que cambiaron al mundo para siempre, las colonias españolas de América se sublevaron contra España (alcanzando su liberación total al finalizar 1824), y en 1814 cuando Fernando VII volvió a ocupar el trono se negaron a someterse. En 1815, con la derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo, cesaron las guerras que azotaron a Europa desde 1789 y las naciones victoriosas, intentaron mantener las paz continental mediante la celebración anual de conferencias. 
Sin embargo, las monarquías absolutistas austriaca, rusa y prusiana, agrupadas en la llamada Santa Alianza, en su intento de convertirse en árbitros para imponer el antiguo orden, recibieron el rechazo de la Gran Bretaña, la cual, regida por una monarquía constitucional impulsaba la autodeterminación de los pueblos. En 1820, el sur de Europa se hallaba inmerso en violentas revoluciones; el levantamiento militar liderado por Rafael del Riego, impuso en España la constitución ultra-liberal de 1812, y en Portugal, derrocada la Regencia, gobernaba una Junta liberal. Pese a estas conquistas liberales, los regímenes ibéricos no lograron consolidarse. “Revoluciones liberales estallaron también en Italia, pero fueron aplastadas por los ejércitos austriacos, que vinieron en ayuda de los autócratas locales. En 1821, Grecia se levantó contra los otomanos, que habían conquistado el país en 1453”.[4]

El dominio español: sus efectos y costos
El punto de partida del imperio españoles constituir un espacio imperial en ultramar. Para ello buscó que su visión del mundo y sus dominios vayanmás allá del Mediterráneo, ocupado y poblado por navíos y navegantes, por un trayecto ultramarino expansivo. En él se establece una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global.[5]El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Los espacios sometidos alcanzaron la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados, extensión territorial que ofrecía una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos aplastantes.[6]
La marcada diferencia de origen regional existente en España también fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, produjeron un alto nivel de desprecio hacia ellos. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban su discrimen. Los criollos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines”, del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas. 
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos”.[7]
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la época, lamentable y mayoritariamente se han centrado en el tema sobre el relato y descripción de los hechos y participación de personajes notables, sin embargo, no ha concedido mucho espacio a la real importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”, que junto al hombre trabajó la tierra, explotó la mina y debió empuñar las armas para su defensa. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas de la Península, como sus mandatarios de ultramar. No supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas, sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
Por otra parte, tan pronto los soldados, e “hijosdalgo” llegaron al Nuevo Mundo en busca de fortuna, se produjo un gran encuentro sexual, al punto que, en 1514, Carlos V mediante una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas. En 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En este encuentro de dos civilizaciones, la mujer española[8]estuvo presente desde los primeros años para jugar un gran papel “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos”.[9]


[1]Marc Martí (Doctor en Historia, Profesor de la Universidad de Toulon, Departamento de Civilización Hispánica), “Emblemas y Lemas de Las Sociedades Económicas de Amigos del País. Análisis de un Discurso de Intenciones”, Brocar, 19 (1995) Pág. 190.

[2]En los informes consultados que publica Jesús Varela en el Anuario de Estudios Americanos, que fueron presentados al rey entre febrero de 1772 y julio de 1773, se hace evidente la intención de dilatar las cosas mediante el empleo de la lentitud burocrática en los informes, estudios, elaboración de propuestas que tanto lastre agregaron a la eficacia del gobierno en su determinación.
[3]Cervera, “La Marina Mercante en la Política del Reformismo Borbónico”, Pág. 263
[4]Moisés Enrique Rodríguez “Bajo las Banderas de la Libertad”, Madrid, Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo CCV. Págs. 127 a 133, 2008.
[5]Felipe II en 1556, recibió un vasto Imperio, pero, con un erario en bancarrota. Para neutralizar la expansión portuguesa y a la vez obtener el dinero que tanto necesitaba, inició el comercio con los apetecidos productos asiáticos. En 1559, en el más absoluto secreto el monarca inició el trazado de un cuidadoso plan. El 20 de noviembre de 1564 zarparon del puerto de Navidad (Nueva España) cuatro naves protegidas por la Capitana San Pedro. A fines de abril de 1565 arribaron a Cebú e iniciaron la conquista y colonización de la islas Filipinas. En 1571, un sampán chino naufragó en aguas Filipinas y fue socorrido por naves españolas. Al año siguiente fondeó en Manila un navío chino cargado de regalos para el gobierno español como agradecimiento por el rescate de los náufragos. En 1572 los mercaderes españoles cargaron un galeón con los preciosos regalos el cual llegó a Acapulco en 1573 y así comenzó uno de los tráficos comerciales españoles más importantes de la época que duró 242 años. 
[6]“Entre 1519 y 1556, se logró construir un imperio inmenso que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500”. Ramón Carande, “Carlos V y sus banqueros”, La Hacienda Real de Castilla. Madrid. Sociedad de Estudios y Publicaciones Felipe V, 1949.
[7]Georges Baudot y Todorov T’zvetan, “Relatos Aztecas de la Conquista”. Traducción de Guillermina Cuevas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Grijalbo, Pág. 485, 1989. O El siglo XVI, como clave de la historia americana

[8]El trabajo más significativo realizado a la fecha sobre la presencia de la mujer española en la conquista, es el de la norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960.
[9]Borges Analola, “La mujer pobladora en los orígenes americanos”, Anuario de Estudios Americanos. Tomo XXIX, Pág. 38, 1972.