martes, 3 de abril de 2018






La semilla de un gran hombre


En la vieja España, el hijo mayor (mayorazgo) de las familias acomodadas era el único beneficiario de los bienes del padre, al resto de hijos se les conocía como segundones y no accedían a bien hereditario alguno. Esa condición tuvo Miguel Agustín de Olmedo y Troyano, nacido en Málaga por 1737. A los 20 años, como capitán graduado de ejército, salió a buscar fortuna y con pase de la Casa de Contratación emigró legalmente a América. Desembarcó en Cartagena en 1757 y se trasladó luego a Panamá donde se reunió con un hermano de su madre, quien se desempeñaba como comandante de la artillería de Tierra Firme. Al lado de su tío permaneció algún tiempo y bajo su amparo se desempeñó en un cargo burocrático.
Hombre hábil en el comercio prosperó, se independizó de su protector y animado por la riqueza que se había enterado había en Guayaquil, viajó a esta ciudad para establecer sus negocios con el capital acumulado. Así, según el informe el gobernador Juan Antonio Zelaya que sobre él envió al virrey, dice que apenas requirió de tres años para convertirse en un comerciante acreditado. Al año de residir en esta ciudad no solo era un empresario exitoso, armador de barcos dueño de una gran fortuna, sino un filántropo.
En 1764 motu proprio reparó a su costa el famoso puente construido en 1707, que unía Ciudad Nueva y Ciudad Vieja, pues se hallaba muy deteriorado. En 1765 se evidenció el déficit de viviendas que se produjo por el “Fuego Grande” (10 de diciembre de 1764). Miguel Agustín ofreció al gobernador Zelaya dos casas, una propia y otra alquilada de su peculio, destinadas a alojar toda la oficialidad y tropa llegada de Lima y Panamá a pacificar las sublevaciones indígenas serranas. Tres años, mientras duró la estancia de los militares las mantuvo consignadas para tal fin.
Como recompensa por los servicios, el gobernador Zelaya lo nombró Comisionado Tesorero pagador de tal expedición pacificadora. Cuando el virrey peruano, Mesiá de la Zerda confirma tal empleo y le concede un sueldo de 2.500 pesos anuales, que Olmedo no quiso cobrar como prueba de su desinterés al servicio del Rey.
En 1766 fue nombrado corregidor interino de Quito por muerte del titular y acepta “abandonando intereses y comercio en la de Guayaquil y Panamá, con considerables quebrantos y pérdidas”. Al año siguiente fue designado por el Cabildo quiteño alcalde ordinario de 2º voto, cargo en el que se desempeñó con su característica diligencia sin aceptar emolumentos.
Con el mismo desinterés por el dinero aceptó el encargo del presidente Diguja de la Audiencia de Quito, para conducir a Guayaquil y ocuparse de su embarque a un grupo de sesenta jesuitas expulsados de la provincia el 31 de agosto de 1767.
En 1775, con fondos propios uniformó a la Compañía de Granaderos del Batallón de Infantería de Blancos de las Milicias Disciplinadas, por este hecho, el 30 de julio de 1776, el virrey Flores lo nombró capitán de ella.
No fue necesario que nuestro hombre esperase demasiado para verse inmerso en un nuevo servicio a la Corona. Siendo capitán de la mencionada compañía, recibió la orden de partir en una expedición al río Marañón para expulsar a los portugueses que habían invadido territorios de la Audiencia.
Reclutó 176 hombres en Guayaquil, para cuyo sustento, movilización, etc., las Cajas guayaquileñas remitieron a Quito la suma de 15.000 pesos como parte para cubrir los gastos de la expedición y como contraparte las Cajas Reales de Piura debían entregar una suma semejante, pero le fue negada. Olmedo se queja de esta acción diciendo: “tuve que valerme del crédito y propios bienes para subvenir a todo”.
A su retorno a Guayaquil, Miguel de Olmedo, continúa en primer plano en cuanto a prestigio que había adquirido luego de tantos señalados servicios a la Corona. En 1779 el visitador Pizarro lo designó procurador general del Cabildo, y poco más tarde alcalde ordinario, y durante todo ese tiempo fue armador propietario de más de dos barcos mercantes. Con esta gran calidad de vida, no solo que obtuvo el aprecio general, sino que incrementó considerablemente su fortuna, pues era un hombre con quien todos querían tener una relación de negocios.
Una de las actividades comerciales que este notable e inquieto malagueño intentó desarrollar, siempre pensando en el beneficio colectivo y en el suyo propio, fue la del abastecimiento de hielo y nieve a la ciudad. En este proyecto que presentó al cabildo en julio de 1776, hace referencia que la idea sobre esta actividad se le ocurrió reflexionando sobre la naturaleza y clima de Guayaquil, “donde al paso que su bello cielo puede producir los más benéficos efectos a la delicia y comodidad humana, se padecen incomodidades y enfermedades que provienen del principio y causa del calor, cuya intemperie puede reprimirse con su efecto contrario, que es el frígido”.
Esta propuesta no contenía una idea original de Olmedo, pues ya habían existido empresarios que previamente desarrollaron actividades similares. Sin embargo, previamente a la aprobación fue largamente discutida por el Cabildo, pues cada parte deseaba obtener el mayor provecho de la actividad. Finalmente, el Cabildo la envió a la Corte que la aprobó por Real Cédula del 6 de noviembre de 1777.
Sin embargo, las supuestas ventajas de la concesión para el aprovisionamiento del hielo a Guayaquil, no tuvo los réditos esperados. Porque además de todas las dificultades de la extracción, transporte y almacenaje, Olmedo fue defraudado por su socio, “un sujeto americano con quien hizo la contrata para la permanencia y que se le quedó con el resto de trece mil pesos de lo mucho más que para ello le entregó”.
A partir de entonces no volvió a ocupar un cargo público, aunque se mantuvo como empresario privado y trabajador incansable hasta su muerte. Frecuentemente viajaba a Quito por asuntos relacionados con sus negocios. Y su prestigio era tal, que por repetidas oportunidades llevó la representación de algunos guayaquileños para tramitar instancias varias ante las autoridades de la Audiencia. A este hombre tan especial, le tocó vivir los efectos del monopolio que sobre la exportación del cacao de Guayaquil que, en contubernio con el virrey del Perú, ejercían los comerciantes piuranos y limeños.
La más significativa de estas gestiones, le tocó presentar en Quito el 16 de enero de 1784; que por intermedio del presidente de la Audiencia, Pizarro, hizo a la corona en representación de nueve vecinos cosecheros de Guayaquil para que se les concediese permiso para exportar a México 20.000 fanegas de cacao al año “en tiempo de paz, y 30.000 en época de guerra”, ofreciendo en compensación, la creación de un centro de estudios en esta ciudad, pese a esto fue negada. Nada conmovió al rey, empeñado en proteger la producción cacaotera de Venezuela, competidora de Guayaquil, no con calidad, sino con la protección oficial que actuaba por intereses en las plantaciones de esa Capitanía General.
En 1785, nuestro hombre, como buen testarudo, guayaquileño asimilado a nuestra ciudad, empeñado en hacer negocios, repitió su petición. Esta vez, se limita a solicitar para sí y sus representados la exclusividad en la exportación de cacao hacia Acapulco, por el lapso de doce años, las 10.000 fanegas anuales permitidas a la provincia, privilegio que se había concedido en 1778. Esta solicitud, según real orden del 8 de enero de 1786, corrió la misma suerte que la anterior.
Además, su vida en esta ciudad fue, como lo asegura María Luisa Laviana Cuetos: “un modelo de adaptación en América”. Porque don Miguel, fue eso, un multifacético que podríamos decir que dominó muchas pericias, cuyas actividades reflejan los problemas y triunfos que caracterizaron a la sociedad que lo acogió.
Nuestro interés en Miguel de Olmedo no es solo para destacar sus actividades, su espíritu empresarial, que siempre lo llevó a pensar en grande; su filantropía, manifestada a lo largo de cien actuaciones de beneficio público; su patriotismo, expresado en su permanente disposición a servir con bienes y persona. Por ello ocupó siempre una posición destacada entre los hombres de su época, razón más que suficiente para que su nombre aparezca constantemente en la mayoría de los documentos que se refieren a pesquisas o residencias realizadas en esta ciudad en las últimas décadas del siglo XVIII.
Pese a que María Luisa Laviana dice que los rasgos de su personalidad tienen las características de “ese espíritu andaluz” que lo llevó a tener “propensión al público” y una mentalidad “obrera y vigilante”, nosotros, respetuosos de los andaluces, estamos seguros que todo ello le resultó cómodo aplicar en Guayaquil, porque halló en ella la gente impetuosa y el ambiente de trabajo febril que lo llevó, sin olvidar sus raíces, a identificarse perfectamente con su sociedad.
Un personaje de excepción, cuyos señalados méritos evidentemente transmitió genéticamente a otro guayaquileño de trascendencia nacional. Pues don Miguel de Olmedo, es nada menos que el padre de nuestro más grande prócer nacional, José Joaquín de Olmedo, mentor, gestor e ideólogo del 9 de Octubre de 1820 punto de partida de la independencia ecuatoriana.

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