La semilla de un gran hombre
En la vieja España, el hijo mayor (mayorazgo) de las familias
acomodadas era el único beneficiario de los bienes del padre, al resto de hijos
se les conocía como segundones y no accedían a bien hereditario alguno. Esa condición
tuvo Miguel Agustín de Olmedo y Troyano, nacido en Málaga por 1737. A los 20
años, como capitán graduado de ejército, salió a buscar fortuna y con pase de
la Casa de Contratación emigró legalmente a América. Desembarcó en Cartagena en
1757 y se trasladó luego a Panamá donde se reunió con un hermano de su madre,
quien se desempeñaba como comandante de la artillería de Tierra Firme. Al lado
de su tío permaneció algún tiempo y bajo su amparo se desempeñó en un cargo
burocrático.
Hombre hábil en el comercio prosperó, se independizó de su
protector y animado por la riqueza que se había enterado había en Guayaquil,
viajó a esta ciudad para establecer sus negocios con el capital acumulado. Así,
según el informe el gobernador Juan Antonio Zelaya que sobre él envió al
virrey, dice que apenas requirió de tres años para convertirse en un
comerciante acreditado. Al año de residir en esta ciudad no solo era un
empresario exitoso, armador de barcos dueño de una gran fortuna, sino un
filántropo.
En 1764 motu proprio reparó a su costa el famoso puente construido
en 1707, que unía Ciudad Nueva y Ciudad Vieja, pues se hallaba muy deteriorado.
En 1765 se evidenció el déficit de viviendas que se produjo por el “Fuego
Grande” (10 de diciembre de 1764). Miguel Agustín ofreció al gobernador Zelaya dos
casas, una propia y otra alquilada de su peculio, destinadas a alojar toda la
oficialidad y tropa llegada de Lima y Panamá a pacificar las sublevaciones
indígenas serranas. Tres años, mientras duró la estancia de los militares las
mantuvo consignadas para tal fin.
Como recompensa por los servicios, el gobernador Zelaya lo nombró
Comisionado Tesorero pagador de tal expedición pacificadora. Cuando el virrey
peruano, Mesiá de la Zerda confirma tal empleo y le concede un sueldo de 2.500
pesos anuales, que Olmedo no quiso cobrar como prueba de su desinterés al
servicio del Rey.
En 1766 fue nombrado corregidor interino de Quito por muerte del
titular y acepta “abandonando intereses y comercio en la de Guayaquil y Panamá,
con considerables quebrantos y pérdidas”. Al año siguiente fue designado por el
Cabildo quiteño alcalde ordinario de 2º voto, cargo en el que se desempeñó con
su característica diligencia sin aceptar emolumentos.
Con el mismo desinterés por el dinero aceptó el encargo del
presidente Diguja de la Audiencia de Quito, para conducir a Guayaquil y
ocuparse de su embarque a un grupo de sesenta jesuitas expulsados de la
provincia el 31 de agosto de 1767.
En 1775, con fondos propios uniformó a la Compañía de Granaderos
del Batallón de Infantería de Blancos de las Milicias Disciplinadas, por este
hecho, el 30 de julio de 1776, el virrey Flores lo nombró capitán de ella.
No fue necesario que nuestro hombre esperase demasiado para verse
inmerso en un nuevo servicio a la Corona. Siendo capitán de la mencionada
compañía, recibió la orden de partir en una expedición al río Marañón para
expulsar a los portugueses que habían invadido territorios de la Audiencia.
Reclutó 176 hombres en Guayaquil, para cuyo sustento,
movilización, etc., las Cajas guayaquileñas remitieron a Quito la suma de
15.000 pesos como parte para cubrir los gastos de la expedición y como
contraparte las Cajas Reales de Piura debían entregar una suma semejante, pero
le fue negada. Olmedo se queja de esta acción diciendo: “tuve que valerme del
crédito y propios bienes para subvenir a todo”.
A su retorno a Guayaquil, Miguel de Olmedo, continúa en primer
plano en cuanto a prestigio que había adquirido luego de tantos señalados
servicios a la Corona. En 1779 el visitador Pizarro lo designó procurador
general del Cabildo, y poco más tarde alcalde ordinario, y durante todo ese
tiempo fue armador propietario de más de dos barcos mercantes. Con esta gran
calidad de vida, no solo que obtuvo el aprecio general, sino que incrementó
considerablemente su fortuna, pues era un hombre con quien todos querían tener
una relación de negocios.
Una de las actividades comerciales que este notable e inquieto
malagueño intentó desarrollar, siempre pensando en el beneficio colectivo y en
el suyo propio, fue la del abastecimiento de hielo y nieve a la ciudad. En este
proyecto que presentó al cabildo en julio de 1776, hace referencia que la idea
sobre esta actividad se le ocurrió reflexionando sobre la naturaleza y clima de
Guayaquil, “donde al paso que su bello cielo puede producir los más benéficos
efectos a la delicia y comodidad humana, se padecen incomodidades y
enfermedades que provienen del principio y causa del calor, cuya intemperie
puede reprimirse con su efecto contrario, que es el frígido”.
Esta propuesta no contenía una idea original de Olmedo, pues ya
habían existido empresarios que previamente desarrollaron actividades
similares. Sin embargo, previamente a la aprobación fue largamente discutida
por el Cabildo, pues cada parte deseaba obtener el mayor provecho de la
actividad. Finalmente, el Cabildo la envió a la Corte que la aprobó por Real
Cédula del 6 de noviembre de 1777.
Sin embargo, las supuestas ventajas de la concesión para el
aprovisionamiento del hielo a Guayaquil, no tuvo los réditos esperados. Porque
además de todas las dificultades de la extracción, transporte y almacenaje,
Olmedo fue defraudado por su socio, “un sujeto americano con quien hizo la
contrata para la permanencia y que se le quedó con el resto de trece mil pesos
de lo mucho más que para ello le entregó”.
A partir de entonces no volvió a ocupar un cargo público, aunque
se mantuvo como empresario privado y trabajador incansable hasta su muerte.
Frecuentemente viajaba a Quito por asuntos relacionados con sus negocios. Y su
prestigio era tal, que por repetidas oportunidades llevó la representación de
algunos guayaquileños para tramitar instancias varias ante las autoridades de
la Audiencia. A este hombre tan especial, le tocó vivir los efectos del
monopolio que sobre la exportación del cacao de Guayaquil que, en contubernio
con el virrey del Perú, ejercían los comerciantes piuranos y limeños.
La más significativa de estas gestiones, le tocó presentar en
Quito el 16 de enero de 1784; que por intermedio del presidente de la
Audiencia, Pizarro, hizo a la corona en representación de nueve vecinos
cosecheros de Guayaquil para que se les concediese permiso para exportar a
México 20.000 fanegas de cacao al año “en tiempo de paz, y 30.000 en época de
guerra”, ofreciendo en compensación, la creación de un centro de estudios en
esta ciudad, pese a esto fue negada. Nada conmovió al rey, empeñado en proteger
la producción cacaotera de Venezuela, competidora de Guayaquil, no con calidad,
sino con la protección oficial que actuaba por intereses en las plantaciones de
esa Capitanía General.
En 1785, nuestro hombre, como buen testarudo, guayaquileño
asimilado a nuestra ciudad, empeñado en hacer negocios, repitió su petición.
Esta vez, se limita a solicitar para sí y sus representados la exclusividad en
la exportación de cacao hacia Acapulco, por el lapso de doce años, las 10.000
fanegas anuales permitidas a la provincia, privilegio que se había concedido en
1778. Esta solicitud, según real orden del 8 de enero de 1786, corrió la misma
suerte que la anterior.
Además, su vida en esta ciudad fue, como lo asegura María Luisa
Laviana Cuetos: “un modelo de adaptación en América”. Porque don Miguel, fue
eso, un multifacético que podríamos decir que dominó muchas pericias, cuyas
actividades reflejan los problemas y triunfos que caracterizaron a la sociedad
que lo acogió.
Nuestro interés en Miguel de Olmedo no es solo para destacar sus
actividades, su espíritu empresarial, que siempre lo llevó a pensar en grande;
su filantropía, manifestada a lo largo de cien actuaciones de beneficio
público; su patriotismo, expresado en su permanente disposición a servir con
bienes y persona. Por ello ocupó siempre una posición destacada entre los
hombres de su época, razón más que suficiente para que su nombre aparezca
constantemente en la mayoría de los documentos que se refieren a pesquisas o
residencias realizadas en esta ciudad en las últimas décadas del siglo XVIII.
Pese a que María Luisa Laviana dice que los rasgos de su
personalidad tienen las características de “ese espíritu andaluz” que lo llevó
a tener “propensión al público” y una mentalidad “obrera y vigilante”,
nosotros, respetuosos de los andaluces, estamos seguros que todo ello le
resultó cómodo aplicar en Guayaquil, porque halló en ella la gente impetuosa y
el ambiente de trabajo febril que lo llevó, sin olvidar sus raíces, a
identificarse perfectamente con su sociedad.
Un personaje de excepción, cuyos señalados méritos evidentemente
transmitió genéticamente a otro guayaquileño de trascendencia nacional. Pues
don Miguel de Olmedo, es nada menos que el padre de nuestro más grande prócer
nacional, José Joaquín de Olmedo, mentor, gestor e ideólogo del 9 de Octubre de
1820 punto de partida de la independencia ecuatoriana.
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