viernes, 20 de abril de 2018



Siglo XVIII: España y la sociedad colonial III

El establecimiento de las sociedades económicas amigos del país en la Península, sirvió al monarca para flexibilizar sus relaciones con las instancias de poder colonial en ultramar, planteando propuestas de desarrollo implementadas por el imperio español. Para comprenderlas “será preciso definir la visión que dichas instituciones tenían de la economía, que teóricamente constituía su campo de reflexión y de actuación”.[1]Por esto es que algunas veces estas sociedades fueron órganos consultivos y en otras ocasiones manejaron una cierta cuota de poder local, desde donde podían ejecutar ciertos proyectos.
Estas reformas bajo la intervención y presión personal del monarca se concretaron en apenas cinco meses. Sin embargo, sus resultados en realidad no se dieron con tanta facilidad, pues las autoridades se vieron en la necesidad política de infundir tranquilidad a los comerciantes monopolistas españoles y ultramarinos, a fin de impedir revueltas no deseadas cuando precisamente España se hallaba inmersa en su rechazo a los jesuitas. Lo cual estuvo muy lejos de lograrse, pues, en toda América se produjeron cientos de protestas, motines e importantes levantamientos como la revolución acaudillada por Túpac Amaru en Perú, el 4 de noviembre de 1779 y la insurrección comunera en Guaitarilla, Colombia el 18 de mayo de 1800.            
Las condiciones históricas de las luchas interimperiales en Europa, la situación del imperio español y el asedio de sus vecinos, en provocaciones y enfrentamientos constantes, lo forzaron a una situación de permanente vigilancia y cuidado. Por eso,Carlos III se vio forzado a frenar y atenuar su política de imponer reformas que afectaron más a los criollos, quienes con más recursos debieron pagar más que el común. El monarca tuvo que acceder a sus peticiones,[2]realizando reformas selectivas, y para consolidar su gobierno eligió las más urgentes. Con esta nueva política de selección y la espera por acontecimientos políticos favorables, el comercio americano permaneció estancado hasta 1770, en que muy tímidamente se intentó reactivarlo.
Parael imperio españollos conflictos producidos en torno a los nuevos impuestos, como alcabala, guía y tornaguía, no cayeron en saco roto. Pronto se reforzó la organización militar que mantenía guarniciones en los puertos y plazas defensivas a las capitales virreinales. Se crearon las milicias voluntarias, intendencias militares y de Hacienda (1786), y se estructuraron las capitanías generales sostenidas por comandancias militares. Esta organización militar sobrevivió y fue la que debió enfrentar la lucha emancipadora americana a partir de 1810 hasta 1824 que termina con la independencia del Perú. 
 “En el siglo XIX el panorama será muy distinto, al menos en los primeros años. Primero Trafalgar, luego la invasión francesa, más tarde la sublevación de las colonias y las guerras carlistas se encargarán de anular el progreso logrado a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII (…) la flota mercantil casi desaparece ya que la inestabilidad política no ofrecía alicientes a la inversión de capitales en el negocio marítimo”.[3]
En las tres primeras décadas del siglo XIX, como consecuencia de las guerras napoleónicas que cambiaron al mundo para siempre, las colonias españolas de América se sublevaron contra España (alcanzando su liberación total al finalizar 1824), y en 1814 cuando Fernando VII volvió a ocupar el trono se negaron a someterse. En 1815, con la derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo, cesaron las guerras que azotaron a Europa desde 1789 y las naciones victoriosas, intentaron mantener las paz continental mediante la celebración anual de conferencias. 
Sin embargo, las monarquías absolutistas austriaca, rusa y prusiana, agrupadas en la llamada Santa Alianza, en su intento de convertirse en árbitros para imponer el antiguo orden, recibieron el rechazo de la Gran Bretaña, la cual, regida por una monarquía constitucional impulsaba la autodeterminación de los pueblos. En 1820, el sur de Europa se hallaba inmerso en violentas revoluciones; el levantamiento militar liderado por Rafael del Riego, impuso en España la constitución ultra-liberal de 1812, y en Portugal, derrocada la Regencia, gobernaba una Junta liberal. Pese a estas conquistas liberales, los regímenes ibéricos no lograron consolidarse. “Revoluciones liberales estallaron también en Italia, pero fueron aplastadas por los ejércitos austriacos, que vinieron en ayuda de los autócratas locales. En 1821, Grecia se levantó contra los otomanos, que habían conquistado el país en 1453”.[4]

El dominio español: sus efectos y costos
El punto de partida del imperio españoles constituir un espacio imperial en ultramar. Para ello buscó que su visión del mundo y sus dominios vayanmás allá del Mediterráneo, ocupado y poblado por navíos y navegantes, por un trayecto ultramarino expansivo. En él se establece una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global.[5]El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Los espacios sometidos alcanzaron la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados, extensión territorial que ofrecía una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos aplastantes.[6]
La marcada diferencia de origen regional existente en España también fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, produjeron un alto nivel de desprecio hacia ellos. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban su discrimen. Los criollos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines”, del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas. 
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos”.[7]
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la época, lamentable y mayoritariamente se han centrado en el tema sobre el relato y descripción de los hechos y participación de personajes notables, sin embargo, no ha concedido mucho espacio a la real importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”, que junto al hombre trabajó la tierra, explotó la mina y debió empuñar las armas para su defensa. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas de la Península, como sus mandatarios de ultramar. No supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas, sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
Por otra parte, tan pronto los soldados, e “hijosdalgo” llegaron al Nuevo Mundo en busca de fortuna, se produjo un gran encuentro sexual, al punto que, en 1514, Carlos V mediante una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas. En 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En este encuentro de dos civilizaciones, la mujer española[8]estuvo presente desde los primeros años para jugar un gran papel “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos”.[9]


[1]Marc Martí (Doctor en Historia, Profesor de la Universidad de Toulon, Departamento de Civilización Hispánica), “Emblemas y Lemas de Las Sociedades Económicas de Amigos del País. Análisis de un Discurso de Intenciones”, Brocar, 19 (1995) Pág. 190.

[2]En los informes consultados que publica Jesús Varela en el Anuario de Estudios Americanos, que fueron presentados al rey entre febrero de 1772 y julio de 1773, se hace evidente la intención de dilatar las cosas mediante el empleo de la lentitud burocrática en los informes, estudios, elaboración de propuestas que tanto lastre agregaron a la eficacia del gobierno en su determinación.
[3]Cervera, “La Marina Mercante en la Política del Reformismo Borbónico”, Pág. 263
[4]Moisés Enrique Rodríguez “Bajo las Banderas de la Libertad”, Madrid, Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo CCV. Págs. 127 a 133, 2008.
[5]Felipe II en 1556, recibió un vasto Imperio, pero, con un erario en bancarrota. Para neutralizar la expansión portuguesa y a la vez obtener el dinero que tanto necesitaba, inició el comercio con los apetecidos productos asiáticos. En 1559, en el más absoluto secreto el monarca inició el trazado de un cuidadoso plan. El 20 de noviembre de 1564 zarparon del puerto de Navidad (Nueva España) cuatro naves protegidas por la Capitana San Pedro. A fines de abril de 1565 arribaron a Cebú e iniciaron la conquista y colonización de la islas Filipinas. En 1571, un sampán chino naufragó en aguas Filipinas y fue socorrido por naves españolas. Al año siguiente fondeó en Manila un navío chino cargado de regalos para el gobierno español como agradecimiento por el rescate de los náufragos. En 1572 los mercaderes españoles cargaron un galeón con los preciosos regalos el cual llegó a Acapulco en 1573 y así comenzó uno de los tráficos comerciales españoles más importantes de la época que duró 242 años. 
[6]“Entre 1519 y 1556, se logró construir un imperio inmenso que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500”. Ramón Carande, “Carlos V y sus banqueros”, La Hacienda Real de Castilla. Madrid. Sociedad de Estudios y Publicaciones Felipe V, 1949.
[7]Georges Baudot y Todorov T’zvetan, “Relatos Aztecas de la Conquista”. Traducción de Guillermina Cuevas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Grijalbo, Pág. 485, 1989. O El siglo XVI, como clave de la historia americana

[8]El trabajo más significativo realizado a la fecha sobre la presencia de la mujer española en la conquista, es el de la norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960.
[9]Borges Analola, “La mujer pobladora en los orígenes americanos”, Anuario de Estudios Americanos. Tomo XXIX, Pág. 38, 1972.

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