domingo, 31 de marzo de 2019


La libertad de Expresión

En 1993 me inicié en la investigación histórica y el tercero de mis libros, y más importante trabajo de investigación titulado Los Periódicos Guayaquileños en la Historia, 1821-1997, publicado en tres tomos con un total de 1.500 páginas, ganó el Premio Nacional al Libro de Investigación otorgado por el Ministerio de Educación en 1998. Esta rica experiencia me permitió reconocer algo inmanente a mi naturaleza, es decir, el poder expresarse con entera libertad por todos los medios, dentro de las normas del respeto a mi  mismo, al prójimo y a las leyes. La formación moral y cívica que recibí me permitió identificarme como un apasionado de la libertad, y de la Historia de Guayaquil y su provincia.
Me sentí estimulado al leer que Jorge Luis Borges imaginaba al cielo como una inmensa biblioteca, en la que los libros registran la película de la civilización, y dice: “los aportes minúsculos de cientos de miles de autores producen un resultado colosal. Las distintas perspectivas y ángulos de análisis conforman un producto que no estaba en la mente individual de ninguno de los participantes. El producto excede la capacidad individual puesto que requiere de infinitas partículas de conocimiento disperso. No se trata sin duda de un producto final. No hay tal cosa en el conocimiento. En un tránsito que no tiene territorio.”
Pero como el propósito de mi trabajo no era solo escribir, sino profundizar en la prensa guayaquileña, pude descubrir que el termómetro de mi país, a lo largo de su historia siempre fue la lucha por libertad de expresión y que cuando la prensa fue obligada a enmudecer, por las tiranías que dominaban los espacios con medios propios, intentaban convertir la mentira en verdad, la impunidad en norma de vida, la desvergüenza en moderación, el desfalco, el insulto, el abuso del poder, en temas para disfrazar.
Encontré numerosas citas que hablan todas de imprenta y libertad como complementos vitales para la participación ciudadana: “Feliz la república cuyos ciudadanos concurren con todo su poder a la salvación de la Patria”, (Eurípides), “En tanto que en una nación no se destruye la libertad de imprenta, no puede existir el despotismo” (Gualterio Colton), a Benjamín Constant: “La libertad de imprenta es el resorte más poderoso para la ilustración de los pueblos; así como es el freno de los abusos del poder”, también afirmó que: "La independencia individual es la primera necesidad de los modernos, por lo tanto no hay que exigir nunca su sacrificio para establecer la libertad política. En consecuencia, ninguna de las numerosas y muy alabadas instituciones que perjudicaban la libertad individual en las antiguas repúblicas, resulta admisible en los tiempos modernos”.
“Cada pueblo anotó periódicamente sucesos de interés común, y de aquí nacieron los Anales, y después rica y fecunda la Historia” (Fernández-Guerra). “sin la invención de la imprenta no puede hablarse de periodismo” (Juan Pérez de Guzmán). “No puede decirse, por más que hoy sea esta su forma, que el periódico debe su origen y existencia a la imprenta (…) es una idea a mi entender más fundamental, más humana, y, por lo tanto, más antigua” (Francisco Silvela y de le Velleuze).
Y así, una y otra de las citas me condujeron a las dos corrientes de opinión más generalizadas: la que considera al periodismo como la necesidad de los hombres de comunicarse unos con otros y expresar sus opiniones libremente. Y la que nos inclina a pensar que si el periodismo surgió no solo para satisfacer esa necesidad comunicativa sino para la pluralización de las ideas sin límites ni tiempo, no podemos negar que es el medio más eficiente para la ilustración ciudadana.
“Las ideas y doctrinas por contradictorias que sean, y su libre discusión serena, hallaron siempre holgado campo y ámbito en el periodismo. Hace poco más de tres siglos, la forma casi exclusiva de intercambiar, o si se quiere de comercializar las ideas y los conocimientos del hombre, era el libro: trabajo casi artesanal concebido pacientemente y manuscrito primero por su autor y lentamente trabajado después por una pléyade de obreros hasta iniciar su circulación; elemento de difusión de la cultura, sí, pero de escasa y pesada circulación, que no siempre podía ser alcanzado por los recursos económicos de unos, ni podían ajustarse a las medidas de inteligencia de otros tantos”.
“De allí entonces la lentitud de la difusión de ciencias y artes, el monopolio de los conventos, la rareza y la tardanza de los descubrimientos científicos; de allí la limitación de los círculos científicos, la exclusividad y restricción de las escuelas de investigación; en fin, todo ello, agigantando las distancias entre los países, ponía al mundo más avanzado en el extremo de decir sobre algunos pueblos, que se encontraban a muchos años de distancia de la civilización”.
“Ante esta dramática realidad, y la necesidad de superar tal escollo, fue imprescindible contar con un medio más ágil, al alcance de todos, con libertad y recursos, para, venciendo todas las barreras, dominar el intercambio intelectual de los hombres; y como sucede en la vida, las obras y conquistas son impelidas por la necesidades de los pueblos, la urgencia de estos, ya iluminados por la libertad de entenderse entre sí, hizo surgir el periódico, elemento impetuoso y plural; de fácil difusión, que llenó de luz la oscuridad de los claustros monopólicos de la cultura” (Los Periódicos Guayaquileños en la Historia, Tomo I, Pág. 11, 1998).
La prensa difundió la esperanza en todas las clases sociales donde penetraba, llegando a hacer tales progresos en los países civilizados, que se puede asegurar que todo cuanto fue objeto y resultado de la actividad humana se lo debe a la prensa, al periodismo. Institución genial que ha respondido admirablemente a sus fines, que sosteniendo los principios morales y políticos, defendiendo los derechos del hombre, ha comunicado y popularizado los descubrimientos, los progresos de las ciencias y las artes, en fin, ha tomado tal incremento y vuelo, e influido de tal manera en la vida de los pueblos, que es factor principalísimo del movimiento intelectual de los últimos tres siglos.
La actividad cultural llegó un momento en que no cabía ya en los libros; la prensa con su agilidad y accesibilidad, se encargó de aligerarle su pesada carga. En los tiempos actuales, con la televisión, la informática y el periodismo moderno, los acontecimientos científicos y políticos se suceden y precipitan con tal rapidez que de un día a otro, lo misterioso y lo probable se tornan en hechos ciertos, claros y prácticos. Sin el auxilio de estos elementos es imposible la globalización, el seguir de cerca el desenvolvimiento de la ciencia, sin el auxilio de ellos no hay en el día tratado didáctico ni fundamental que sea completo.
En los días presentes es imposible que exista un autor o una empresa editorial, por doctos o especializados que sean, que logren actualizar a la medida de los requerimientos y exigencias del estudioso, obras que acabaron de publicarse ayer y que tan pronto están en el pasado; no tenemos más que ver lo que ocurre con los grandes diccionarios y enciclopedias. Los anuarios, las monografías y los opúsculos, es verdad que son el soporte de los libros, que les dan cierta agilidad; el periódico es, más que útil, necesario; por cuanto acumula los datos, les da campo y oportunidad a la crítica y copia a diario el movimiento de la bibliografía científica.
“Felizmente, se repara hoy la falta de ese órgano tan deseado, esta imprenta tan deseada por los buenos ciudadanos, tan detestada por los que no saben mandar sino despóticamente. Los editores procurarán sujetarse siempre a las leyes que favorecen la libertad de la prensa, y a las que refrenan su abuso.”
“Los que no tienen una idea exacta de la libertad civil, los que no aman cordialmente a la patria, y los que, al orden público, prefieren satisfacer venganzas personales, son los que regularmente abusan de esa libertad. Pero los patriotas moderados, que miran las leyes como una especie de culto religioso, que reputan el orden como una parte de la moral pública y que posponen sus intereses y sus pasiones al bien común, jamás abusan de la libertad de imprenta. No por eso callan servilmente; antes bien, su misma probidad les da energía para hablar más alto, para reclamar la observancia de las leyes, y para declamar contra los excesos del poder.”
Estos fueron párrafos publicados por el periódico guayaquileño El Censor, el 24 de marzo de 1845, que se encuentran reproducidos en la Pág. 193 del primer tomo de Los Periódicos Guayaquileños en la Historia.

Pensando y repensando en lo que logré imprimir en las páginas de esta obra llegué a la conclusión que: Todo ecuatoriano puede expresar y publicar libremente sus pensamientos por medio de la prensa, respetando la decencia y moral públicas, y sujetándose siempre a la responsabilidad de la ley. Y que el gobernante que bajo cualquier reprima esta libertad que es un instrumento inmanente a la naturaleza humana, no sólo recibirá lo que merece en su país, sino en todo el espectro universal donde primen las libertades individuales.


Un tradicional episodio guayaquileño

La visita que hicieran los grandes veleros, buques escuela de varios países americanos, tan bien descrita por Miguel Orellana en su libro “Guayaquil a toda Vela”, revivió en mi memoria el conocimiento de dos muy antiguas muestras de la tradicional hospitalidad guayaquileña, siempre presente en su vida diaria. La primera trataré en este artículo y luego una segunda que aparecerá la próxima semana:
En las primeras décadas del siglo XIX no había en Guayaquil hoteles adecuados para alojar a los numerosos extranjeros, en particular científicos, comerciantes, diplomáticos, etc., que llegaban a la ciudad. Cuando los cónsules acreditados en ella tenían conocimiento de la llegada de personas de tal condición, apelaban a esa calidez tan guayaca para solicitar a las familias pudientes, el hospedaje para sus coterráneos quienes para comunicar sus intenciones de visitar la ciudad, con tal o cual finalidad, necesitaban de un año de anticipación.
Para ilustrar mejor esta idea, debo traer a colación la memoria de un incidente ocurrido a una tradicional familia guayaquileña, cuyos padres residían en una casa en la calle de la Orilla (hoy malecón) sobre la cual se destacaba un torreón desde donde se dominaba el puerto y la vida activa de nuestro gran Guayas. Parte del edificio, que era una habitación confortable, que la familia destinaba para alojar al tipo de huéspedes que hemos mencionado.
A las cuatro y media de la tarde del 22 de noviembre de 1828, el almirante inglés Jorge Guisse, peruano por adopción, al mando de una flotilla compuesta por la fragata “Protector” (antigua “Prueba”), la corbeta “La Libertad”,[1] una goleta más y tres lanchas cañoneras, remontó el Guayas y atacó Guayaquil por sorpresa. La artillería de las naves abrió fuego y la cañonearon hasta las siete y media de la noche. Los incendios provocados por el ataque, no pudieron ser sofocados sino hasta la media noche en que con el cambio de marea cesó el viento que lo avivaba.
Al amanecer del 23 se reanudó el combate y la ciudad volvió a arder en llamas. La defensa la cumplían la batería de “La Planchada” y cuatro cañones que habían sido emplazados en el malecón a la altura de la actual calle 10 de Agosto, única artillería con que se contaba en la plaza. A lo largo del día el intercambio de fuego con los atacantes fue intenso y se mantuvo hasta las ocho y media de la noche.
Cesado el fuego, y ante la resistencia de los defensores de Guayaquil, Guisse, impedido de tomarla, se deslizó aguas abajo a bordo de la “Protector” en busca de un punto de desembarque al sur de la ciudad. Pero los tupidos manglares que abundaban en la zona, le impidieron hallar un lugar adecuado. El 24 nuevamente remontó el Guayas para reanudar el ataque al amanecer. Pero la batería montada en el malecón fue la primera en contraatacar con intenso y preciso cañoneo durante el cual el almirante Guisse pagó su audacia con su vida.
Largos meses antes de éste ataque, la familia de la cita recibió la comedida visita del cónsul inglés para solicitar hospedaje para el súbdito de la Corona Británica señor Elliot Grant. Importante hombre de negocios interesado en establecer contactos comerciales en Guayaquil y Quito. Una vez llegado a la ciudad y bien acogido como fue, luego de compartir varios días con la familia anfitriona, el inglés tomó sus bártulos y partió hacia la serranía llevando todas sus pertenencias. En este lapso se produjo el aleve ataque descrito, y el torreón, seguramente atractivo blanco para los artilleros peruanos, recibió más de un impacto.
En el ínterin, la altura de Quito le había jugado una mala pasada al británico, pues falleció súbitamente por alguna afección cardiaca y recibió sepultura en la absoluta soledad de algún cementerio quiteño. Al recibir desde Quito las pertenencias del difunto, los anfitriones se enteraron de su muerte, por lo que procedieron a entregarlas al cónsul inglés.
Pocos días más tarde la dueña de casa envió a su criada a revisar los daños causados en el torreón por el cañoneo peruano. A los pocos minutos volvió la doméstica con evidentes manifestaciones de terror, asegurando que en el piso de la habitación había una enorme culebra tigra. ¡No puede ser! exclamó la señora, ¡culebras en la casa, imposible! expresó, y acto seguido subió a verificarlo por sí misma. Efectivamente, extendido sobre el suelo había algo muy semejante a uno de estos reptiles, mas, animada por su inmovilidad se acercó y pudo ver que se trataba de un cinturón de piel de culebra. Al recogerlo lo notó en extremo pesado y constató que se trataba de un cinto portamonedas, muy usado en aquellos tiempos, colmado de libras esterlinas.
Como los impactos sufridos en la torre-habitación habían también desgarrado la pared del altillo de la casa adyacente, la buena señora imaginó que el cinturón pertenecía al vecino y lo mandó llamar para entregárselo de inmediato. Este, ni corto ni perezoso, se apresuró en recibirlo y muy feliz se retiró a su domicilio.
Al día siguiente, procedente de su propiedad agrícola llegó el padre de familia y al enterarse de lo ocurrido, llegó a la conclusión que el tesoro debía pertenecer al señor Grant. Quien en su viaje a la sierra debió considerar innecesario llevar tantos valores consigo y sabiendo de su inmediato retorno lo escondió en algún lugar del torreón, donde los impactos de la artillería enemiga lo dejaron al descubierto.
Luego de llegar a esta conclusión, el caballeron anfitrión pidió al cónsul británico que lo acompañase a visitar al vecino para hacerle varias preguntas. Pero cuando abordaron el tema, este se aferró a su afirmación que el mencionado cinto portamonedas era de su propiedad. Como no había forma de probarle lo contrario, pues en aquel entonces, en razón de las actividades comerciales con buques extranjeros circulaban en Guayaquil toda clase de monedas, entre estas la libra esterlina, se retiraron con la cordialidad y compostura propias de ese tiempo, pero convencidos que el hombre mentía.
Efectivamente, la economía del vecino acusó de pronto una extraordinaria prosperidad, aun más notoria cuando amplió su modesto almacén para incorporar la mercadería exótica y muy costosa, que luego de una gran inversión, en pocos meses más llegaría de Acapulco. Se trataba de la importación de sedas y porcelanas chinas, té, especias de las Molucas y otras delicadezas orientales, llegada a ese puerto por la ruta del llamado Galeón de Manila[2]. Para traer tan valiosa mercadería debió fletar la goleta “Guadalupe” de propiedad de los hermanos Ycaza Caparroso, que viajaba a México con cacao de Guayaquil y retornaba con mercaderías varias, y excepcionalmete, por su alto costo, con importaciones procedentes de las islas Filipinas.
Pero todo acto ilícito paga su precio y la vida acaba conbrándolo con creces, especialmente cuado se trata de dinero mal habido. La goleta “Guadalupe” armada en Guayaquil, que fuera contratada para transportar la exótica mercadería del “avisado comerciante”, tuvo un triste final. Tras sufrir el embate de un gran temporal en que perdió toda su arboladura y navegabilidad, acabó estrellada y despedazada contra un banco rocoso de la Isla del Coco frente Costa Rica.
Como podemos imaginar, en este episodio el pícaro vecino, además de todo el dinero obtenido como producto de la candidez e ingenuidad de la dama que participó en la historia, perdió hasta la pobre camisa que poseía en su modesto negocio. Al enterarse de tan infausta noticia, tanto el cónsul como el dueño de la casa del torreón se preguntaron si lo acontecido sería un castigo por el dinero mal habido o de la venganza de mister Elliot Grant.
Sumario:
Cuando los cónsules acreditados en Guayaquil tenían conocimiento de la llegada de científicos, comerciantes, etc.,  acompañados de buenas referencias, y en vista de la inexistencia de alojamientos adecuados, apelaban a la cálida hospitalidad tan guayac,a solicitando a las familias pudientes el hospedaje para los visitantes coterráneos.


[1] Durante la agresión peruana de 1828, el 31 de agosto la goleta La Libertad durante el combate naval de Punta Malpelo sufrió graves daños por parte de las corbetas Pichincha y La Guayaquileña que la atacaron por hallarse en aguas ecuatorianas.
[2] El último galeón de Manila llegó a Acapulco en 1815, pero la ruta se mantuvo abierta por muchos años más.