jueves, 21 de junio de 2018


El transcurrir del tiempo en Guayaquil: Comercio, gente y lo cotidiano

Las calles guayaquileñas siempre tuvieron sabor a cosa propia, tanto los negocios informales callejeros como los formales le imprimieron un tinte y ritmo frenético de intensa y continua actividad mercantil que desde la Colonia hasta hoy no han dejado de manifestarse.
A finales del siglo XVII, Guayaquil tenía aproximadamente unos 6.000 habitantes que integraban una sociedad abierta, muy comercial, cálida, de intenso calor humano, actitud condescendiente y amigable que siempre ha expresado un gran desenfado tropical. Hombres, mujeres y niños participaban de una vida sencilla y diversa diariamente dedicada al comercio y a los negocios. 
Un conglomerado urbano, centro del comercio regional, nacional e internacional, también crisol de próceres, poetas, hombres de letras, música y cultura. Estas y otras fueron las diversas formas que marcaron una identidad de espíritu autonómico, que la domina y mantiene vigente a lo largo de la historia. Por eso, una reseña y crónica del siglo XVII señala y caracteriza estos importantes aspectos que han definido el perfil continuo de la ciudad. 
Uno de sus visitantes decía que: 
“En lo que toca a las cualidades morales y a los vicios, que públicamente campean en esa ciudad, son talvez bastante menores que en otras partes, puesto que el vicio del ocio, que es el origen y fuente de muchos otros vicios, no lo hay allí. Si se habla del sector noble, tanto los hombres como las mujeres están en continua actividad de la mañana a la tarde, en sus ocupaciones domésticas, costuras y labores. Si consideramos la clase civil y mercantil, está engolfada en sus ocupaciones. 
Si finalmente observamos a las gentes plebeyas con toda verdad se puede afirmar que les falta tiempo para cumplir con sus obras y manufacturas que les han sido encomendadas, por lo que resulta difícil poder conseguir con prontitud cualquier manufactura, pues todos se encuentran asediados, siempre asediados por requerimientos de todos lados y de la serranía, porque aquellos artesanos son diestrísimos y agilísimos en trabajar desde que nace la aurora hasta que llega la noche”.[1]
La ciudad, en su continuo desarrollo histórico y social, ya para mediados del siglo XVIII, presentaba un hermoso conjunto de su medio ambiente y geografía física que señalaban que sus principales puntos eran verdaderos y hermosos paisajes naturales. 
La ciudad marcaba sus límites y expresaba la paisajística que la caracterizaba. Por el oriente: la majestad del río Guayas con su movido escenario de comercio fluvial y activa vida de una población verdaderamente flotante, pues habitaba en casuchas construidas sobre balsas. La intensa vida de puerto ligado al mar, puerta de toda importación y muelle de toda exportación, no disminuía sino al caer la noche. 
Por el límite occidental se perfilaban sobre el cielo las altas palmeras y una abigarrada selva formada por manglares y árboles frutales. Al norte los cerros Santa Ana y del Carmen en cuyas faldas aun se cobijaba el barrio de Las Peñas de Ciudad Vieja. Hacia el sur los activos astilleros de la “Mar del Sur” y el barrio formado por sus trabajadores y dependientes. 
Todo su espacio social tenía características muy peculiares que decían a las claras que se trataba de una ciudad eminentemente comercial y mercantil. Todas sus calles, plazas, tiendas, almacenes, así lo indicaban. Incluso cuando los viajeros se referían a su transitar por el centro de la ciudad y por su malecón, señalaban que era la expresión típica de una ciudad intensamente comercial. 
Estaba estructurada por el malecón como una columna vertebral y centro nervioso de febril y ruidosa actividad mercantil. Casas de dos y tres pisos, se levantaban alineadas a lo largo de la calle de la orilla, numerosas iglesias de elevados campanarios se destacaban sobre el lujurioso verde selvático que la circundaba. Panorama que ofrecía al visitante propio y extraño, un conjunto rico y el “más ameno, deleitoso y delicioso atractivo”. 
La ciudad se dividía en tres barrios, donde el catastro general registraba la existencia de 151 casas en el Astillero; 211 en el Centro y 292 en Ciudad Vieja. Denotando todo su conjunto un crecimiento espacial, que a finales del siglo XVII le permitió alcanzar la cifra aproximada de 7.962 habitantes y que en el XVIII se incrementó hasta 13.700. 
Ya para esos días el desarrollo económico la había favorecido. Su crecimiento era intenso y dinámico. Nuestra ciudad se había constituido en uno de los centros urbanos más poblados del Ecuador y de Hispanoamérica. Este crecimiento estaba estimulado y favorecido por el gran movimiento comercial fluvial y marítimo que la mantenía colmada de gente foránea, cuya afluencia se considerada en una población flotante de 10.000. 
La sociedad criolla era bastante numerosa, en esta se incluía una buena cantidad de europeos en tránsito o casados y establecidos. Sin embargo, la gran mayoría estaba formada por cholos y mestizos, negros, mulatos y zambos, toda una gama de colores, acentos y costumbres propias del mestizaje reinante como consecuencia de la gran migración interna asentada en su periferia. 
Algo que siempre llamó la atención a sus visitantes, no solo ayer, sino incluso hoy, es que sus viajeros se referían a ella, comentando un atractivo que la definía y caracterizaba: la belleza de las mujeres criollas. También llamaba mucho la atención la presencia de mulatas y negras hermosas, de contornos y expresiones tropicales. Atributos físicos que se aseguraba se debían a la proximidad con el río.
Una descripción que consta en “El Viajero Universal, o Noticia del Mundo Antiguo y Nuevo” (1797), a estas cualidades personales con las cuales tan señaladamente había dotado la naturaleza a las guayaquileñas de todas las clases sociales, les agregaba “las del agrado y obsequio que no brillan menos que lo antecedente, y así sucede que pagados de ellas los europeos cuando llegan a detenerse allí algún tiempo, hagan frecuentemente su establecimiento casándose, sin que les pueda mover a esto la codicia de las dotes, como sucede en otras ciudades, porque no son tan grandes los caudales de los habitadores”. 
La vida social de la urbe en lo cotidiano siempre mostraba los desvelos de sus emprendedores y comerciantes.  Pero también la de profesionales o de muchos de los hombres comunes que buscaban captar el favor del público para promocionarse o extender su negocio. De esta situación que se manifestaba en la ciudad muchas crónicas de visitantes de la época dan cuenta. Los diarios y semanarios que circulaban en ese momento histórico señalaban cuáles eran sus principales manifestaciones, que evidentemente era el comercio. Por eso, una reseña periodística de la época señala que:
“Pero el principal comercio está en el día en los víveres que de las referidas provincias y de las demás de la sierra abastecen a Guayaquil, cuya cantidad no es posible puntualizar porque desde el mes de junio hasta diciembre es un continuo flujo y reflujo de recuas que, dejando harinas, menestras, dulces, azúcar, jamones, ordinariamente al precio de la sierra, se proveen y vuelven cargadas de sal, de cacao, arroz, algodón, cera y otros géneros de esta provincia, de hierro, acero y ropasde Castilla, y de aceite, vino, aguardiente y otros efectos que vienen del Perú”.[2]
Guayaquil, como ciudad-puerto, geográficamente estaba en el trópico del litoral del Pacífico, ocupando un sitio estratégico en el conjunto de las ciudades del Cono Sur. Regada por el océano Pacífico y con una situación privilegiada, está a medio camino de la ruta comercial entre Panamá y El Callao. Por eso fue lugar óptimo para el aprovisionamiento de los barcos que navegaban por ella. 
Su ubicación y la condición de ciudad-puerto-directa le dieron gran importancia en el Pacífico sudamericano. Mantuvo unidas, como extensiones marítimo-portuarias, a Manta, Santa Elena y Puná. Esta última, la más vinculada, fue paso obligado y surtidero de grandes navíos. Las familias de los aborígenes eran como sus antepasados, excelentes marinos. De ahí se nutrieron y proveyeron de pilotos y prácticos, además de maestranza calificada y calafates para la construcción y carena de los buques en sus astilleros.
Como puerto del Pacífico de intenso tráfico y de activo comercio desde la Colonia y apenas arrancó el siglo XVII y mucho más en el siglo XVIII, Guayaquil fue vía de ingreso de diferentes y variados productos y artículos extranjeros. Eran las importaciones que ingresaban al territorio de la Audiencia de Quito. Pero también eran la única salida para sus productos. 
Los ríos de la región, que comprendía la Antigua Provincia de Guayaquil, abarcaban los de Babahoyo, Daule, Yaguachi y Naranjal y sus afluentes. Estos pueblos, además de ser puertos fluviales, constituían una verdadera red de apertura franca al movimiento comercial y a la comunicación con la Sierra. 
El río Babahoyo era la más importante ruta fluvial de Guayaquil, por este se viajaba al norte hasta llegar a Bodegas (Babahoyo), pero los caminos que por la cordillera de Angas subían hacia la Sierra centro-norte eran muy malos y peligrosos, y su construcción o mejoramiento no interesaba a los guayaquileños porque la limitada economía, propia de hacienda y sin perspectiva comercial vigente en la Sierra, carecía de productos exportables y no ofrecía ningún estímulo al desarrollo de una política de apertura vial. 
El comercio doméstico y estrecho que se podía practicar con la serranía condujo al hombre costeño a buscar su futuro en el mar y su apertura, no en las montañas y sus limitaciones. Ese comercio doméstico conectaba estos distintos puertos fluviales con diversos pueblos de las zonas del interande, especialmente con lo que hoy es la sierra centro-sur.
La introducción del negocio de la exportación del cacao guayaquileño en el comercio colonial no fue una actividad económica fácil, pues, la producción cacaotera de la Antigua Provincia de Guayaquil, en lo que hoy es la zona de la cuenca del Guayas, que era la más productiva en este fruto, debía competir con el cacao venezolano y su comercio intercolonial. 
Los venezolanos habían organizado una extensa y dinámica red de comercio colonial. Para ello habían incorporado diferentes funcionarios españoles que favorecían el comercio de los venezolanos. Además, el cacao de Venezuela tenía fama de ser superior en calidad, lo cual no era cierto, y consecuentemente alcanzaba mayores precios. 
Sin embargo, esta diferencia resultó ser una ventaja para productores y exportadores locales, pues los sectores populares de los mercados de destino, por su menor precio lo adquirían fácilmente y el volumen de sus ventas era mayor. El bajo costo de producción del cacao de Guayaquil se debía a que los jornales fluctuaban entre 4 y 8 reales diarios, frente a los 3 pesos que se pagaba en Caracas. 
Fue así como su exportación registrada desde 1779 hasta 1800 alcanzó la cifra de 465.514 cargas, y de 1801 hasta 1825 (el mismo número de años) subió a 824.872 cargas de 80 libras.[3]
Los guayaquileños productores y comerciantes del cacao estaban sujetos a un monopolio establecido en Lima, pues requerían permiso del virrey peruano para exportarlo. Por esta limitación los comerciantes limeños y piuranos impedían la exportación directa a la Metrópoli, donde se alcanzaban los mejores precios. Por eso, debido a este monopolio las oportunidades de ganar dinero en este caso eran bastante limitadas.
Comprendido en esta prohibición se hallaba el mercado de Nueva España (México), con el cual, con permiso virreinal o sin él, los comerciantes del distrito de Guayaquil habían comerciado directamente desde principios del siglo XVII. Posteriormente las reformas borbónicas legalizaron el tráfico con México, pero desde la Metrópoli española no se hizo nada por liberar a Guayaquil del monopolio peruano. 



[1]Mario Sicala S. I., “Descripción histórico-topográfica de la provincia de Quito de la Compañía de Jesús”, Quito, Instituto Geográfico Militar. P. 588, 1994.
[2]Laviana Cuetos, “Requena”
[3]Michael T. Hamerly, “Historia Social y Económica de la Antigua Provincia de Guayaquil, 1763-1842”, Guayaquil, BCE, p. 122, 1987.

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