martes, 25 de septiembre de 2018




Vientos de fronda

La trayectoria colonial americana nos enseña que los reinos ultramarinos españoles se construyeron sobre una gran depredación continental: 1).- la mayor parte de su población indígena sucumbió a las enfermedades provocadas por gérmenes patógenos extraños a su sistema inmunológico. 2).- de la cultura nativa apenas sobrevivieron algunos monumentos de piedra, pero los rasgos y características propias de sus sociedades, pese a investigaciones, aun permanecen casi imperceptibles. El choque cultural de dos razas, dos civilizaciones, dos religiones, etc., fue de exterminio y un cataclismo étnico que dejó profunda huella y hondo resentimiento en la mente de mestizos e indígenas.
Por otra parte, los criollos ilustrados, por su formación y cultura eran superiores al común de las autoridades españolas, sin embargo, se los marginaba de la participación pública. Los comerciantes, especialmente los exportadores, no podían ser dueños de sus actividades, pues estaban sujetos al monopolio establecido por la Corona acumulando un peligroso descontento. Todo esto desarrolló en ellos la imperiosa necesidad de ser los artífices y árbitros de su destino.
Las tempranas rebeliones indígenas se hicieron cada vez más frecuentes e importantes, y mediante exigencias y demandas cada vez más contundentes alcanzaron un espectro más amplio de participación en las distintas jurisdicciones coloniales.
Levantamientos alimentados por la ceguera de las autoridades peninsulares, impedidas de interpretar la compleja realidad de una sociedad multiétnica y variopinta, diseminada en un enorme continente con características propias en cada región. No les fue posible comprender que era imposible encasillarla con los mismos criterios y peor aún, como se pretendió, aplicarlos en alejados y disímiles rincones del espacio americano.
La Santa Inquisición, órgano represivo dirigido por una Iglesia medieval fanática, prohibió e incineró gran número de publicaciones “por contener doctrinas erróneas, heréticas, impías, injuriosas a la religión católica”.
Sin embargo, pese al intento de coartar la difusión de sus contenidos, al finalizar el siglo XVIII, circulaban en forma soterrada numerosas publicaciones periódicas con ideas liberales, patrocinadas en su mayoría por las sociedades locales de amigos del país, entre ellas las de Lima (1787), Quito (1791), y Bogotá (1801), creadas en apoyo de los periódicos locales como “Primicias de la Cultura de Quito”. Diversos autores eran traducidos (el colombiano Antonio Nariño tradujo Los Derechos del Hombre), citados y leídos en tertulias cada vez más frecuentes donde se reunían políticos ilustrados junto a comerciantes, profesionales, personas educadas, todos ellos apasionados independentistas que propiciaban la revolución. Por otra parte, los universitarios criollos y mestizos, graduados en las décadas comprendidas entre 1780 y 1800, dominaban el más diverso repertorio de temas científicos y políticos. De esta manera, al establecerse en sus ciudades, y convertidos en maestros, modificaron y modernizaron el pensamiento de sus alumnos sin necesidad de recurrir al uso de libros con temas vedados por la Inquisición.
La Corona, en un esfuerzo por desarrollar las ciencias modernas e impulsar la Ilustración, envió numerosos científicos y sabios, pero, “La llegada de los europeos no solo trajo al Nuevo Mundo los métodos científicos más modernos sino que también estimuló el intercambio intelectual entre los sabios americanos y españoles (…) Para su consternación, los americanos descubrieron que los españoles ilustrados tenían numerosos prejuicios acerca del Nuevo Mundo y en consecuencia, el intercambio científico dejó impreso en los americanos la necesidad de guardar una actitud independiente y crítica. Aún más, recalcó el hecho de que eran los pares intelectuales de los europeos. Darse cuenta de lo anterior no solo los llenó de orgullo por sus logros, sino que contribuyó también a su creciente convicción de que debían alcanzar la igualdad política” (“La independencia de la América española”, México, Fondo de Cultura Económica, 1996).
Finalmente, en el decenio de 1810, se reconoció en la Península la necesidad de satisfacer el deseo de los criollos de ser partícipes de la actividad política, y una vez creada la Junta Suprema Central y Gubernamental de España e Indias, se incrementó el número de sus miembros con representantes americanos. Aunque ya era muy tarde para la monarquía.
Este acontecimiento dejó en claro, que los dominios del Nuevo Mundo no eran colonias, sino reinos asociados que, debidamente representados por sus diputados, formaban parte integrante de la monarquía española.
Todos ellos fueron logros incompletos, escamoteados por los peninsulares que, pese a la satisfacción de haberlos alcanzado, siempre quedó en ellos un sentimiento negativo; especialmente cuando se percataron del reducido número de delegados que finalmente se asignara para representarse ante la Junta.
En diciembre de 1808 los franceses nuevamente ocuparon Madrid y el colapso de la monarquía acarreó la formación de juntas de gobierno en la Península y en el Nuevo Mundo. Pese a esto, en ninguno de los dos había una clara visión del destino de sus actos de gobierno. A raíz de los triunfos franceses de 1810, Cádiz, centro del comercio con ultramar y la más rica, se convirtió en sede del Gobierno y campo de refugiados que escapaban de los invasores.
El 24 de septiembre de ese año, se reunieron las Cortes de Cádiz con 104 diputados que con el tiempo llegaron a ser 300, de los cuales apenas 63 eran americanos. Esta representación desigual fue impugnada por el quiteño José Mejía Lequerica, diputado por Nueva Granada, considerado uno de los mejores oradores, pero pese al apoyo mayoritario de los diputados americanos, no logró la revisión de esta diferencia. Ese año se incorporó José Joaquín Olmedo como diputado por Guayaquil,[1] mostró su talento y esto lo llevó al cargo de Secretario y mediante sus dos geniales y revolucionario discursos, logró la abolición de las Mitas. Leyendo con calma estos discursos, el lector encontrará los fundamentos del 9 de Octubre de 1820, obra de la genialidad de Olmedo. Libertad de comercio, apoyo a la agricultura, libertad de imprenta, etc.
En 1812, las Cortes dominadas por liberales, entre los cuales estaba Olmedo, aprobaron una Constitución que establecía un gobierno parlamentario. El 2 de febrero de 1814, con Rocafuerte incorporado, firmaron el decreto obligaba que a Fernando VII a jurar la Constitución para ser reconocido como Rey.
Los representantes americanos en Cádiz, incluyendo a Olmedo y Rocafuerte, aspiraban a una gran nación liberal española, formada por la metrópoli y el Nuevo Mundo, unida por los mismos intereses económicos, la misma lengua, religión, similares costumbres y regida por la Constitución doceañista. Mas, Fernando VII, el monarca absolutista, al no comprender lo que esta unión habría significado para los países de habla hispana, disolvió las Cortes y persiguió a los diputados.
Rocafuerte escapó a Francia a través de la frontera y gracias a la discreta ayuda de la masonería recorrió buena parte de ese país y de Italia. Olmedo halló refugio entre los muchos amigos y admiradores madrileños que había cultivado. El 28 de noviembre de 1816, retornó a Guayaquil e inició junto a otros patriotas el proyecto de construir una nación independiente. Después de una larga estadía en Europa, Vicente Rocafuerte volvió a Guayaquil y pese a ser muy mal visto por las autoridades españolas, tras “inocentes” clases de francés impartía la enseñanza de ideales de libertad. “Allí permaneció hasta 1819, en que pasó a Lima, con el ánimo de seguir después a los Estados Unidos. En Lima estuvo en riesgo de ser arrestado por sus opiniones liberales, y hubiera sufrido realmente esa suerte, sin el influjo de algunos de sus amigos, principalmente del general don José de La Mar, que después fue su hermano político...” [2]
A partir de entonces, Olmedo, el líder y pensador social del Guayaquil insurgente, define su visión estratégica sobre el proyecto independentista de Guayaquil y su provincia. Su propuesta de ruptura e independencia total de España es clara, pero unitaria, fraterna y solidaria con el resto de las regiones del país. Su visión es hacia todos los pueblos serranos, por eso, liberar Guayaquil, pero ayudando a los quiteños, es su prioridad.
Al llegar el siglo XIX, la quiebra del poder español se hizo más crítica y ostensible. La crisis que vivía la Península debido a la invasión francesa, el resquebrajamiento de la autoridad real, el avanzado pensamiento liberal y de modernidad emanados de las Cortes de Cádiz, incitaron a las elites americanas a proyectar la independencia de España.


[1] Nombramiento de Olmedo como diputado por Guayaquil. Fotograma , Rollo de microfilm de Latin American – Ecuador 1809-1832, Universidad de Indiana USA, Fondo microfilm Fundación Miguel Aspiazu Carbo.
[2] Pedro Carbo, “Don Vicente Rocafuerte”, en colección Rocafuerte, volumen I, Rocafuerte: Perfiles y Perennidad, Quito, 1947, Pág. 8.

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