viernes, 21 de septiembre de 2018




La economía guayaquileña III

Seis años más tarde, mediante la real cédula emitida en abril de 1629, los comerciantes guayaquileños obtuvieron la tan buscada autorización para comerciar con Acapulco. Esta cédula que proclamaba el interés de los soberanos en atender las demandas del comercio y el progreso de la ciudad, fue aprovisionada por el virrey del Perú, el 17 de febrero de 1632.
“Para que sus vecinos saquen los frutos de cacao para trajinarlos de aquel puerto al de Acapulco, en que S. M. está interesado en sus reales derechos, por no tener, como hoy no tienen los dichos vecinos otra sustancia de donde poderse sustentar, si no fuera por tener salida de este género cuando se trajina con cierta parte de la otra costa, puertos de Sonsonate y Realejo, cuando valía la carga de cacao veinte y veinticuatro pesos, y hoy no hay quien dé por ella a dos, costándoles el beneficio de limpiar las huertas más que el principal, que es la cause de que las dejen perder” (Relaciones Geográficas de Indias, España, 1965).
Pese a estas facilidades establecidas, los obstáculos y obstrucciones para beneficiar al monopolio colonial impuestas por los virreyes peruanos y su camarilla, fueron muy duras. Los intereses de los comerciantes piuranos, chalacos (del Callao) y limeños, empeñados en mantener secuestrado el comercio del cacao, impidieron su libre uso y benéfica aplicación.[1]
Los guayaquileños, apoyados por su Cabildo, insistieron persistentemente para alcanzar tal autorización de la corona. Por eso, el Procurador General de Guayaquil, responsable de los intereses de la ciudad, insistió ante el Gobierno de Lima la obtención de la licencia (23 de febrero de 1685). Pero siempre los allegados al virrey impidieron que su trámite culminase en forma favorable.
Cuando Guayaquil estaba bajo la férula del virreinato de Nueva Granada, algunos de sus virreyes con alguna frecuencia otorgaron licencia para viajar en vía de negocios a Acapulco, puerto que servía a Nueva España desde el Pacífico. Sin embargo, con permiso o sin él, los comerciantes guayaquileños venían comerciando cacao en esa ruta desde principios del siglo XVII. Muchas veces, cargamentos destinados a puertos granadinos o de Tierra Firme, debían enfrentar poderosas tormentas que los desviaban a destinos tan lejanos como Acapulco.
Una vez arribados al puerto, los patrones y sus agentes, de común acuerdo con las autoridades locales, descargaban y vendían libremente el cargamento haciendo pingues ganancias. El negocio resultaba tan bueno que muchos maestres se arriesgaron a argumentar haber sufrido tormentas. Intencionalmente, antes de atracar al puerto producían daños en la arboladura, las jarcias y velamen, pues debían exhibir pruebas de haber estado inmersos en la furia de una tormenta.
En la década de 1760, era notorio el estímulo que el Cabildo daba a la ciudadanía emprendedora, a sus hacendados y comerciantes para que multiplicasen sus bienes de fortuna. Los primeros pasos dados fueron hacia la autoridad del virrey de Nueva Granada, ante quien la Corporación gestionó y obtuvo la autorización para despachar tres navíos anuales con almendra de cacao hacia Acapulco. No satisfecho con el éxito obtenido, “pidió licencia a la corona para enviar anualmente al puerto del Pacífico de Nueva España, una fragata de 300 a 400 toneladas”.[2]
En el negocio naviero que empieza a afirmarse en Guayaquil a partir de 1650 sobresalen dos armadores de renombre: el capitán Diego de Orozco y Juan Martínez de Junco. En 1675, Lorenzo de Sotomayor y Francisco de Larraín. En 1738, el capitán Domingo de Santistevan. Y hasta 1797, no menos de 18 armadores intervienen en el comercio exterior. Entre ellos, la guayaquileña, doña María Giomar Álvarez y Jiménez, dueña del navío “Santo Cristo de Burgos”, lo cual evidencia que en esta ciudad los negocios navieros no solo han sido cuestión de hombres.
A mediados del siglo XVIII, la situación mejoró y los comerciantes pudieron vender directamente al rey doce mil cargas de cacao, las cuales fueron embarcadas en Puná con destino a la Península, precisamente en el galeón “Santo Cristo de Burgos”. Pero los gravámenes que tenían que afrontar los particulares eran tan brutales y disparatados que debieron recurrir a la influencia y energía del Procurador Trejo para mediante la real cédula del 5 de julio de 1776 lograr una reducción del 50%.
Una vez desaparecido el sistema de flotas y sus pesados galeones, la flota mercante guayaquileña se componía de veloces fragatas, corbetas, navíos, paquebotes, goletas, etc., por lo que, al final del siglo XVIII surgieron nuevos empresarios como: Julián Antonio de Aspiazu, dueño del paquebote “San Julián”; el coronel Jacinto Bejarano, del navío “Santiago el Fuerte”, la fragata “Guayaquileña” y las goletas “Extremeña” y “Alavesa”.
Martín de Ycaza y Caparroso, propietario de plantaciones, exportador, comerciante de cacao y armador de barcos, fue una prominente figura; con la fragata “Guadalupe” fundó una red comercial entre Guayaquil, Panamá y Acapulco. En 1814, arribó al puerto quien sería uno de los importantes exportadores y primer financista: el capitán Manuel Antonio Luzárraga. Adquirió la goleta “Alcance”; más tarde, la “Perseverancia”, “Rosario”, “Panchita”, “Cuatro hermanas”, “Adela”, “Teodoro”, “Rocafuerte”. Además, las fragatas de 980 toneladas “Ciudad de Bilbao” y “Ciudad de Guayaquil”.




[1] ...las trabas y restricciones que ponían la autoridades virreinales de  Lima se explicaban por la connivencia abierta entre estas y los comerciantes de Lima que las oficiaban de intermediarios por lo que, mediante la prohibición o anulación de la exportación de cacao hacia Acapulco, Realejo, Panamá y otros puertos, constituyéndose en compradores únicos con imposición de precios nuevos al cacao de los hacendados exportadores de la Provincia de Guayaquil y, desde luego, grandes beneficiarios de la demanda sostenida. Era tal la influencia de los virreyes de Lima, que se registran en el hecho de que Felipe Velázquez, en 1752, procuraba ante el Real y Supremo Consejo de Indias la exportación de 300 toneladas de cacao al año, que propicien rentas para servicios públicos de Guayaquil, sin poder obtener resolución alguna, aun al año 1763. Víctor González, en: Guillermo Arosemena, El Fruto de los Dioses, Guayaquil, Edit. Graba, Pág. 61, 1991.

[2] Hamerly, Op. Cit., Pág. 124.

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