La
economía guayaquileña III
Seis años más tarde, mediante la real cédula
emitida en abril de 1629, los comerciantes guayaquileños obtuvieron la tan
buscada autorización para comerciar con Acapulco. Esta cédula que proclamaba el
interés de los soberanos en atender las demandas del comercio y el progreso de
la ciudad, fue aprovisionada por el virrey del Perú, el 17 de febrero de 1632.
“Para que sus vecinos saquen los frutos de
cacao para trajinarlos de aquel puerto al de Acapulco, en que S. M. está
interesado en sus reales derechos, por no tener, como hoy no tienen los dichos
vecinos otra sustancia de donde poderse sustentar, si no fuera por tener salida
de este género cuando se trajina con cierta parte de la otra costa, puertos de
Sonsonate y Realejo, cuando valía la carga de cacao veinte y veinticuatro
pesos, y hoy no hay quien dé por ella a dos, costándoles el beneficio de
limpiar las huertas más que el principal, que es la cause de que las dejen
perder” (Relaciones Geográficas de Indias, España, 1965).
Pese a estas facilidades establecidas, los
obstáculos y obstrucciones para beneficiar al monopolio colonial impuestas por
los virreyes peruanos y su camarilla, fueron muy duras. Los intereses de los
comerciantes piuranos, chalacos (del Callao) y limeños, empeñados en mantener
secuestrado el comercio del cacao, impidieron su libre uso y benéfica
aplicación.[1]
Los guayaquileños, apoyados por su Cabildo,
insistieron persistentemente para alcanzar tal autorización de la corona. Por
eso, el Procurador General de Guayaquil, responsable de los intereses de la
ciudad, insistió ante el Gobierno de Lima la obtención de la licencia (23 de
febrero de 1685). Pero siempre los allegados al virrey impidieron que su
trámite culminase en forma favorable.
Cuando Guayaquil estaba bajo la férula del
virreinato de Nueva Granada, algunos de sus virreyes con alguna frecuencia
otorgaron licencia para viajar en vía de negocios a Acapulco, puerto que servía
a Nueva España desde el Pacífico. Sin embargo, con permiso o sin él, los
comerciantes guayaquileños venían comerciando cacao en esa ruta desde
principios del siglo XVII. Muchas veces, cargamentos destinados a puertos
granadinos o de Tierra Firme, debían enfrentar poderosas tormentas que los
desviaban a destinos tan lejanos como Acapulco.
Una vez arribados al puerto, los patrones y
sus agentes, de común acuerdo con las autoridades locales, descargaban y
vendían libremente el cargamento haciendo pingues ganancias. El negocio
resultaba tan bueno que muchos maestres se arriesgaron a argumentar haber
sufrido tormentas. Intencionalmente, antes de atracar al puerto producían daños
en la arboladura, las jarcias y velamen, pues debían exhibir pruebas de haber
estado inmersos en la furia de una tormenta.
En la década de 1760, era notorio el estímulo
que el Cabildo daba a la ciudadanía emprendedora, a sus hacendados y
comerciantes para que multiplicasen sus bienes de fortuna. Los primeros pasos
dados fueron hacia la autoridad del virrey de Nueva Granada, ante quien la Corporación
gestionó y obtuvo la autorización para despachar tres navíos anuales con
almendra de cacao hacia Acapulco. No satisfecho con el éxito obtenido, “pidió
licencia a la corona para enviar anualmente al puerto del Pacífico de Nueva
España, una fragata de 300 a 400 toneladas”.[2]
En el negocio naviero que empieza a afirmarse
en Guayaquil a partir de 1650 sobresalen dos armadores de renombre: el capitán
Diego de Orozco y Juan Martínez de Junco. En 1675, Lorenzo de Sotomayor y
Francisco de Larraín. En 1738, el capitán Domingo de Santistevan. Y hasta 1797,
no menos de 18 armadores intervienen en el comercio exterior. Entre ellos, la
guayaquileña, doña María Giomar Álvarez y Jiménez, dueña del navío “Santo
Cristo de Burgos”, lo cual evidencia que en esta ciudad los negocios navieros
no solo han sido cuestión de hombres.
A mediados del siglo XVIII, la situación
mejoró y los comerciantes pudieron vender directamente al rey doce mil cargas
de cacao, las cuales fueron embarcadas en Puná con destino a la Península, precisamente
en el galeón “Santo Cristo de Burgos”. Pero los gravámenes que tenían que
afrontar los particulares eran tan brutales y disparatados que debieron
recurrir a la influencia y energía del Procurador Trejo para mediante la real
cédula del 5 de julio de 1776 lograr una reducción del 50%.
Una vez desaparecido el sistema de flotas y
sus pesados galeones, la flota mercante guayaquileña se componía de veloces
fragatas, corbetas, navíos, paquebotes, goletas, etc., por lo que, al final del
siglo XVIII surgieron nuevos empresarios como: Julián Antonio de Aspiazu, dueño
del paquebote “San Julián”; el coronel Jacinto Bejarano, del navío “Santiago el
Fuerte”, la fragata “Guayaquileña” y las goletas “Extremeña” y “Alavesa”.
Martín de Ycaza y Caparroso, propietario de
plantaciones, exportador, comerciante de cacao y armador de barcos, fue una
prominente figura; con la fragata “Guadalupe” fundó una red comercial entre
Guayaquil, Panamá y Acapulco. En 1814, arribó al puerto quien sería uno de los
importantes exportadores y primer financista: el capitán Manuel Antonio
Luzárraga. Adquirió la goleta “Alcance”; más tarde, la “Perseverancia”,
“Rosario”, “Panchita”, “Cuatro hermanas”, “Adela”, “Teodoro”, “Rocafuerte”.
Además, las fragatas de 980 toneladas “Ciudad de Bilbao” y “Ciudad de
Guayaquil”.
[1]
...las trabas y restricciones que ponían la autoridades virreinales de Lima se explicaban por la connivencia abierta
entre estas y los comerciantes de Lima que las oficiaban de intermediarios por
lo que, mediante la prohibición o anulación de la exportación de cacao hacia
Acapulco, Realejo, Panamá y otros puertos, constituyéndose en compradores
únicos con imposición de precios nuevos al cacao de los hacendados exportadores
de la Provincia de Guayaquil y, desde luego, grandes beneficiarios de la
demanda sostenida. Era tal la influencia de los virreyes de Lima, que se
registran en el hecho de que Felipe Velázquez, en 1752, procuraba ante el Real
y Supremo Consejo de Indias la exportación de 300 toneladas de cacao al año,
que propicien rentas para servicios públicos de Guayaquil, sin poder obtener
resolución alguna, aun al año 1763”. Víctor González, en: Guillermo
Arosemena, El Fruto de los Dioses,
Guayaquil, Edit. Graba, Pág. 61, 1991.
[2]
Hamerly, Op. Cit., Pág. 124.
Excelente relato. Gracias Sr. Gómez.
ResponderEliminar