La
economía guayaquileña II
En 1776, el virrey neogranadino ordenó el
fomento de la agricultura para garantizar la producción y exportaciones de
Guayaquil. Disposición que no cayó en saco roto para los comerciantes locales,
pues, entre 1774 y 1777, zarparon nueve barcos hacia Acapulco con 44.654 cargas
de cacao (Hamerly). Así, colocados en igualdad de condiciones y libertad de
competencia, el cacao guayaquileño impuso su calidad y terminó por adueñarse
del mercado de Nueva España, que era el más importante en el ámbito colonial.
En lo referente a la comercialización con Europa no ocurrió lo mismo; el cacao
guayaquileño solía demorarse en llegar hasta tres años, en cambio, el
venezolano lo hacía en uno.
Los vínculos de la corona con los comerciantes
y exportadores de cacao de Caracas y sus intereses eran muy estrechos, y
consecuentemente, de muy difícil superación. A fin de proteger el ingreso a
Acapulco del cacao de Venezuela y pese a que el Reglamento de Aranceles para el
Comercio libre de España e Indias había entrado en vigencia el 18 de noviembre
de 1778, la corona impuso una cuota anual de 8 a 10 mil fanegas a los embarques
provenientes de Guayaquil para contrarrestar su bajo precio y alta calidad.
Sin embargo, los comerciantes mexicanos no se
dieron por aludidos y entre el 13 de agosto de 1779 y el 15 de enero de 1782,
compraron a Guayaquil 59.493 fanegas más que a Caracas. Las ventajas ofrecidas
por el cacao de Guayaquil, tanto en precio como en calidad, impulsaron
grandemente sus ventas, al punto que, en los tres años siguientes zarparon de
Guayaquil 111 fragatas y 358 embarcaciones menores cargadas de la almendra.
Ante tal evidencia, a Carlos IV no le quedó otra alternativa que liberar de
toda restricción al comercio (5 de junio de 1789) de cacao entre Guayaquil y
Nueva España.[1]
Una real orden emitida por Carlos III
el 5 de julio de 1776, establece que para fomentar el cultivo y comercio del
cacao de Guayaquil se declaró la rebaja de los derechos, “que hasta ahora ha
contribuido este fruto, debiéndose entender esta gracia a su salida de
Guayaquil y a su importación en cualesquiera otros puertos de ambas Américas”.
Pero, en vista que esta no especificaba cuáles derechos se reducían, se
plantearon dudas sobre si se incluía o no a las alcabalas.
Por ello se originó una controversia
que el 17 de enero de 1779 motivó la emisión de otra real orden, en la cual se
declaró que en tal reducción no estaban comprendidas las alcabalas,
estableciendo que solo afectaba a los impuestos de entrada y salida
(almojarifazgos) y al impuesto de las aduanas, por lo cual todos ellos quedaron
reducidos a la mitad. Las ventajas se incrementaron con la excepción del
almojarifazgo, a todo cargamento de cacao enviado directamente a España.
Tales ventajas concedidas a la
exportación del cacao, producto básico para el comercio de Guayaquil,
repercutieron en el aumento de este producto fundamental para la economía
guayaquileña. Mas, desde el punto de vista fiscal tuvo dos efectos importantes:
a). Los almojarifazgos de salida se mantuvieron en niveles bastante bajos; b).
Al no verse afectadas las alcabalas adquirieron una importancia cada vez mayor.
Por esta razón, a partir de 1778
siempre superaron a los almojarifazgos, los cuales desde 1794 perdieron
definitivamente su importancia, y como consecuencia de la gran exportación del
cacao, las alcabalas quedaron convertidas en el principal ingreso fiscal de la
provincia.
Como resultado de estas acertadas
medidas, en 1779, primer año de funcionamiento del nuevo sistema, la alcabala
del cacao produjo 5.108 pesos, cantidad que aumentó de año en año. Diez años
más tarde, gracias a la definitiva supresión de las trabas al libre comercio
del cacao guayaquileño con México, ya en 1789, con un ingreso de 24.441 pesos,
esta partida supera con creces a todos los demás conceptos del ramo de
alcabalas. Desde octubre de 1778 hasta diciembre del año 1800, el producto
total de la alcabala del cacao ascendió a 194.744 pesos (equivalentes a la
cuarta parte del importe total de las alcabalas en ese período), que
representan una venta legal de cacao por valor de seis millones y medio de
pesos en esos 22 años.
Francisco de Requena, a finales de 1779,
describe la actividad en forma muy ilustrativa. Sugería a los cosecheros:
“buscar con el cultivo que fuera tan bueno que supliera la bondad por el más
tiempo que se demora en el dispendio” y destacaba que los agricultores de
Guayaquil obtenían grandes cosechas “a pesar del ningún cultivo y el abandono
en que se conservan las arboledas (…) dejando las plantas desde que salen de la
tierra al cuidado de la Providencia”. Aconsejaba cómo mejorar la producción y
recomendaba que se exporte a España “ya molido y en cajones de roble o cedro,
pues así se conservarían mejor, sin que se evaporicen sus partes aromáticas y
oleosas que lo constituyen delicado”.[2]
El 70 o el 75% de la producción cacaotera era
exportable. Sin embargo, para comprender mejor sus circunstancias, hay algunos
problemas que debemos considerar: la conducta del mercado exterior, ciertas
restricciones impuestas a su comercio y los conflictos bélicos con Inglaterra,
Francia y Holanda por el dominio de las rutas comerciales fueron factores
determinantes que influyeron en el alza y baja de los precios. Por este motivo
se cerraban mercados y los precios caían entre un 40 a 50% de los niveles
alcanzados en tiempos de paz. Una de las mayores bajas del precio se produjo
entre 1785 y 1787, periodo en el cual descendió de 5 a 1.5 pesos por carga.
María Luisa Laviana Cuetos, en las
conclusiones de su magnífico libro “Guayaquil en el siglo XVIII, recursos
naturales y desarrollo económico”, dice que aquel siglo se caracteriza “por una
serie de procesos de transformación perceptibles en todos los órdenes, desde
los puramente burocráticos hasta los económicos y poblacionales. La acumulación
de la mayoría de estas transformaciones, si no todas ellas, en el último tercio
del siglo confieren a esas pocas décadas una categoría especial en la evolución
de Guayaquil, que tras un pausado y lento desarrollo en los dos siglos y medio
anteriores, parece tener de pronto prisa por convertirse en una gran urbe, y lo
conseguirá en poco tiempo, en perfecta simbiosis con su provincia”.
El espíritu emprendedor y empresarial ha
regido a Guayaquil desde tiempos remotos. A finales del siglo XVII, un puñado
de hombres de negocios dieron el impulso inicial con las actividades navales
comerciales, las cuales fueron las razones por las que el capitán Toribio Castro
y Grijuela hizo su gran fortuna. En 1623 son propietarios de navíos el capitán
Hernando Rodríguez y don Antonio Ramírez de Quiñónez.
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