sábado, 8 de septiembre de 2018



A manera de conclusión del periodo II

La crisis del dominio colonial español ya era evidente a fines del siglo XVIII y a comienzos del XIX la independencia resultaba imparable. Los primeros años de este último siglo, una vez colapsado el imperio debido a la invasión napoleónica en 1808, se iniciaron las luchas en los países hispanoamericanos contra su dominación y explotación. Su desintegración era incontenible y cuando la monarquía intentó reaccionar, propiciando desde las Cortes de Cádiz, reformas, cambios sociales y administrativos tendentes a liberalizar las actividades económicas, pero era ya demasiado tarde.
Igual de tardía fue la propuesta de cesar la guerra mediante el establecimiento de condiciones de igualdad y equidad: “Olvido de lo pasado; conservación de los empleos y honores a los americanos; reconocimiento del Rey, de las Cortes y de la Constitución por parte de éstos; derecho de enviar Diputados a las Cortes, y promesa de oír quejas y conceder el comercio sobre principios que se establecerán”.[1] 
Y peor aun la aplicación de un proyecto de confederación, de cuyos puntos solo había dos realmente significativos: “1).- La emancipación general de la América declarada y prometida de una vez, pero gradual y sucesivamente, comenzando por Colombia, que da ejemplo de solicitarla de la Madre Patria de un modo respetuoso y filial. 2).- La condición de Confederación general sobre el principio de unidad de poder y de interés, y de la supremacía de la Metrópoli conforme a lo dispuesto en el penúltimo Artículo del proyecto”.[2]
El mensaje que insinúa una unión hispanoamericana bajo una misma gestión económica y constitución política de la cual dependerían diecisiete millones de personas, consta en el segundo discurso pronunciado por Olmedo en 1812 sobre la abolición de las Mitas.[3] Por lo tanto, planteado por la corona en diciembre de 1820, no solo resultaba tardío sino impracticable, en América del sur solo faltaba independizarse la actual serranía ecuatoriana y el Perú en su totalidad.
Por otra parte, el agotamiento del modelo de dominio colonial y el avance de las teorías sobre organización económica, social y política, en el mundo moderno de entonces, que España no las tenía, fueron determinantes para los hispanoamericanos. Además, la independencia de estos países, aunque acelerada por una variedad de factores externos, no deja de tener como significativo aderezo, la toma de conciencia de su propia identidad y cultura. Y en el caso de Guayaquil, debemos agregar la aspiración de la elite guayaquileña, permanentemente postergada por la argolla de comerciantes piuranos y limeños que rodeaba al virrey peruano, por entrar en posesión, administración y usufructo de sus grandes recursos.[4]
El régimen colonial, egoísta y explotador, con sus formas exclusivistas y monopolistas, ya era un obstáculo para entrar al siglo XIX. Poco o nada tenía para ofrecer ni a sus propios pueblos, peor a las posesiones ultramarinas. Económicamente España era la retaguardia de Europa. ”Ideológica y doctrinariamente vivía sumergida en la escolástica medieval“,[5]consecuentemente ella se encargó de estimular la lucha contra sí misma.
Las reformas borbónicas que, con miras a la modernización y liberalización, había puesto en marcha Carlos III, fueron entendidas y asumidas por los americanos como realmente se las había concebido, como un medio para asegurar una mayor sujeción de las colonias, lo cual significaba el incremento del peso en la dependencia de las naciones en ciernes. ”De este modo la reforma imperial plantaba las semillas de su propia destrucción: su reformismo despertó apetitos que no podían satisfacer, mientras que su imperialismo realizaba un ataque directo a los intereses locales y perturbaba el frágil equilibrio del poder dentro de la sociedad colonial“.[6]
Esta intención, mal encubierta, de reformismo innovador promovía un retomar el dominio, prometía imponer nuevas cargas al comercio y una proliferación de cargos oficiales para controlarlas. Este fue, en definitiva, uno de los principales factores que precipitaron la revolución por la independencia. Por otra parte, Fernando VII libre de su prisión napoleónica desconoció la Constitución y disolvió las Cortes. Convertido en absolutista persiguió a los diputados liberales que se negaron a someterse a su voluntad. Militares como Espoz y Mina, Torrijos y Gabriel Ciscar, clérigos como Antonio Bernabeu y José María Blanco White, escritores como Martínez de la Rosa, Mendizábal, el Duque de Rivas, Canga Argüelles y Florez Estrada destacan en la larga lista de exiliados, cercana a 8.000 personas, quienes desde Gibraltar y Francia viajaban a Gran Bretaña y el resto deEuropa.  Olmedo permaneció en Madrid por cuatro años, hasta el 28 de noviembre de 1816 que volvió a pisar tierras guayaquileñas, y Rocafuerte, uno de aquellos que huyó por Francia, se mantuvo en Europa repartiendo su genialidad por varios años.[7] 
Es desde esa participación en la política del Estado español, y la creación de estrechos vínculos con los liberales españoles y americanos, que a partir de 1812 el Cabildo guayaquileño se convierte en una caldera, atizada por la frustración y el descontento, donde se fraguaron el pensamiento y la acción revolucionaria del 9 de Octubre.[8]
La camarilla de comerciantes que rodeaba a los virreyes peruanos también hizo lo suyo en ese sentido, pues al coartar la aplicación de las reformas en beneficio del comercio guayaquileño sembró un profundo malestar. La concentración de poder de la elite limeña, le permitía abusar como intermediaria de la administración de la corona, sometiendo y limitando a su rival comercial. Este resentimiento acumulado contra la administración virreinal a lo largo del tiempo, especialmente a partir del segundo tercio del siglo XVIII cuando la riqueza generada por el cacao era de suma importancia, estimuló en Guayaquil sentimientos separatistas y autonomistas, dirigidos más hacia esa capital que hacia la corona.[9]
El cabildo guayaquileño constantemente gestionaba, presionaba y pedía a las autoridades de Lima, Nueva Granada y España la instauración de la libertad de comercio y una mayor apertura de su economía. Lo cual, aun sin alcanzar los resultados deseados, evidencia desde entonces el pensamiento liberal que primaba entre los empresarios de la ciudad que pugnaban por una reducción o una eliminación de los derechos aduaneros y consulares para disminuir el precio del cacao en Nueva y Vieja España, aumentando por tanto el poder de compra del consumidor y por ende de la demanda.
La corona intentó fomentar en varias ocasiones el libre comercio de productos peninsulares y cacao entre Guayaquil y Cádiz, vía Nueva España, pero los monopolistas limeños lograron obstruir en cada ocasión aquel propósito. La única alternativa que quedaba a Guayaquil era la de exportar su cacao en embarcaciones extranjeras, y para atraerlas, estaba forzada a declarar el libre comercio.[10]
Las prebendas que tenía la elite peruana y su identificación con la corte virreinal, más las generosas donaciones destinadas a sofocar desde el siglo XVII las sublevaciones y motines indígenas. Su posterior empeño por aplastar los levantamientos del siglo XVIII y finalmente su oposición tanto a la presencia de las tropas de San Martín como a las de Bolívar, nos ayudarán a entender por qué la elite peruana convirtió a Lima en el último bastión realista americano.
La búsqueda y el proceso de emancipación de Hispanoamérica –que ha sido considerada como una lucha heroica– realmente forma parte del proceso mundial de difusión y expansión de revolución burguesa europea.[11] Es la insurrección liberal, cuyas ideas fueron traídas de Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, y en alguna medida de la propia España. El uso de la fuerza, rompió definitivamente los lazos que la ataban al régimen español, con onerosas contribuciones económicas y una despreciable segregación social y política.
En los hechos, este proceso fue una lucha a profundidad llevada por la elite criolla dueña del poder económico, culta, ilustrada, que habiendo desarrollado el concepto de independencia y autonomía, buscaba difundir en sus pueblos el disfrute de las libertades individuales y políticas producto de un nuevo orden de cosas,[12] para implantar el comercio libre como el mejor camino hacia el progreso económico, y el establecimiento de reformas sociales para alcanzar la felicidad y el desarrollo espiritual de los pueblos. En otras palabras, un proceso de cambios a largo plazo muy importante, que no se implementó de la noche a la mañana, que determinó que la única manera de lograr tales transformaciones, era alentar el crecimiento de una sociedad fundamentada en otros y nuevos sectores sociales, los criollos.[13]
En Hispanoamérica existía un importante sector social emparentado consanguínea y socialmente con funcionarios de la Corona que, sin embargo, mantenían una línea de pensamiento diferente de ésta. Era una parcela social que, habiendo sido educada bajo dominio español, se había formado en Europa al calor de las nuevas ideas. Se trataba de quienes, al tener un mayor nivel de fortuna y cultura, tuvieron acceso a las formas de la ilustración europea, que la conmovieron y sacudieron en los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX.
Los viajes y la oportunidad de alcanzar otras experiencias, les posibilitó romper con los grilletes y límites del pensamiento español escolástico en que habían crecido. Buscando alejarse de esta forma de pensar, tradicionalista y limitante, se asimilaron al influjo del liberalismo y la ilustración francesa.[14] Y en lo fundamental, desarrollaron un pensamiento criollo más o menos estructurado que les permitió diferenciarse de los españoles, y sumarse a esa corriente mundial que aparecía y crecía. No querían quedarse fuera de tal proceso.
Por ejemplo, hubo algunos que por su formación pasaron a tener, curiosamente, un pensamiento ilustrado, pero con matices escolásticos, que se expresó en algunos líderes quiteños. Solo patriotas como Morales, Riofrío, Quiroga, etc., lograron acceder al criollismo revolucionario.
Esa nueva elite, no podía convivir con el coloniaje, ”Formaban parte de la minoría criolla que formaba la verdadera nación, y fueron ellos quienes guiaron los destinos de la América española en la primera parte del siglo XIX. La inmensa mayoría de la población del subcontinente, formada por mestizos, negros, mulatos e indígenas, tuvo un papel casi nulo en la vida política de sus países. En realidad, muchos de ellos no llegaron a tener una concepción de su nacionalidad hasta ya más avanzado el siglo“.[15]
Desde el reinado de Carlos III, cuyas propuestas reformistas no fueron comprendidas ni valoradas dentro de la propia administración española, y más que nada fueron temidas como toda novedad transformadora, era fácil prever, excepto por la camarilla interesada del rey, que el dominio español en las Américas llegaba a su ocaso. En 1783, el conde de Aranda, embajador de España ante la corte de Luís XVI en París, con una visión que retomarían los liberales en las Cortes de Cádiz en 1812, planteaba al rey su proyecto de “monarquía federal” hispanoamericana,[16] sustentada en “la dificultad de socorrerlas desde Europa cuando la necesidad lo exige; el gobierno temporal de virreyes y gobernadores que la mayor parte van con  el mismo objeto de enriquecerse; las injusticias que algunos hacen a aquellos infelices habitantes; la distancia de la soberanía y del tribunal supremo donde han de acudir a exponer sus quejas; los años que pasan sin obtener resolución, éstas y otras circunstancias contribuyen a que aquellos naturales no estén contentos y aspiren a la independencia, siempre que se les presente la ocasión”.[17]
“Sin respaldo doctrinal no hay Historia. Habrá relato, narración, crónica, pero sin la presencia de este elemento de modalidad tan íntima, lo que se haga nacerá sin alma histórica, sin el jugo sustancial que mantenga la obra creada en el plano correcto del entendimiento de la vida humana traída por el tiempo y ofrecida a nuestra consideración”. (Gabriel Cevallos García, “Reflexiones sobre la historia del Ecuador”, 1987).


[1] Gloria Inés Ospina Sánchez, Op. Cit.,  Pág. 63.
[2] Ibídem, Pág. 64
[3] Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Quito, Editorial J. M. Cajica, México, Págs. 421- 427, 1960.
[4] Desde aquella época se hace patética la bonanza económica, y el agricultor-comerciante guayaquileño se convirtió en víctima de las trapacerías de los influyentes limeños (y del centralismo señorial quiteño), quienes obtenían licencias para la exportación monopólica del cacao y, con el virrey a la cabeza, sometían a su conveniencia toda la riqueza exportable que generaba esta provincia.

[5] José Antonio Gómez, Willington Paredes. Guayaquil, por su libertad y por la patria, Guayaquil, AHG, Pág. 27, 2000.
[6] John Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas 1808 - 1826, Barcelona, Ariel, Pág. 10, 1976.
[7] José Antonio Gómez Iturralde, Willington Paredes Ramírez, “Guayaquil, por su libertad y por la patria”, Guayaquil, Edit. Archivo Histórico del Guayas, Págs. 6-7, 2000.
[8] “El poder político español fue concebido por los criollos como opresivo e injusto, o al menos como un obstáculo insalvable para adquirir una mayor participación política en los altos cuadros de la administración”. Mariano Fazio, Op. Cit., Pág. 14
[9] Las condiciones justas para desarrollar su comercio, y sobre todo para liberarse de la tutela del virrey peruano y su camarilla corrupta, no se daban. Al no obtener resultados que satisficieran sus aspiraciones, para eliminar la intermediación en la exportación de sus productos, se decidieron a mentalizar medidas contundentes y terminantes. Es por este tiempo que los guayaquileños verdaderamente empiezan a manifestar su inconformidad, pues hasta entonces, si bien había el disgusto descrito por las limitaciones impuestas a sus negocios, se gozaba de un considerable auge comercial y no se sufría un despotismo insoportable –que en cierta forma fueron los motivos para que el 10 de agosto de 1809 pasara desapercibido en esta ciudad– pero con la crisis, se hizo más ostensible y duro el monopolio limeño. De esa forma, paulatinamente, se incubaron los planes para buscar la autonomía total y sacudirse del dominio español.
[10] Mariano Fazio Fernández, Guayaquil en 1820, los albores de una revolución.
[11] Conceptos culturales y espirituales del pensamiento ilustrado contribuyeron, en buena medida, a la independencia del Nuevo Mundo, en conjunción con la existencia de una clase social rica y culta, que aspiraba a detentar los poderes económicos y políticos. Federico Sánchez Aguilar, “Causas internas y externas de la independencia Hispanoamericana”, Boletín de Historia y Antigüedades Nº 814, Academia Colombiana de Historia, p 549, 2002.
[12] Mariano Fazio, Op. Cit., Pág. 15. “cuando los estratos inferiores de la sociedad participan activamente en los hechos, lo hacen arrastrados por el grupo verdaderamente revolucionario, la burguesía”

[13] Durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, el mundo español experimentó una notable transformación. Los reinados de Carlos III y Carlos IV (1758-1808) fueron testigos del desarrollo del pensamiento político moderno –que hacía hincapié en la libertad, la igualdad, los derechos civiles, el imperio de la ley, el gobierno constitucional representativo y el laissez faireeconómico– entre un pequeño grupo, pero importante, de españoles europeos y americanos. Mientras la Corona gobernó con plena capacidad, tales ideas no pasaron de ser búsquedas intelectuales, pero la invasión a España por Francia y el colapso de la monarquía en 1808 otorgaron a la minoría liberal la oportunidad sin precedentes de poner en práctica sus ideas. El derrumbe de la monarquía desencadenó una serie de acontecimientos que culminaron con el establecimiento de un gobierno representativo en el mundo español”. Jaime Rodríguez, en “La independencia de la América española. Pág. 283.
[14] Los viajes a Europa de Miranda, Bolívar y O’Higgins influyeron en sus planteamientos, favorables a establecer en los antiguos virreinatos un orden político acorde con los principios de igualdad, libertad y fraternidad difundidos desde la Revolución Francesa. Sin embargo, las circunstancias de la guerra acabaron mostrando las dificultades de aplicar en el conjunto indiano el programa que, en teoría,  cada uno de ellos pudiera tener. Tampoco fue posible que se mantuvieran las unidades territoriales en el conjunto de los virreinatos. El sueño de Bolívar de conseguir una unión continental americana o, al menos, de mantener la formada por la Capitanía de Venezuela y los virreinatos de Nueva Granada y del Perú no pudo cumplirse por la fuerza de quienes apoyaban los particularismos (…) La tendencia a la fragmentación fue impulsada por las acciones de las que fueron protagonistas los criollos que ambicionaban el poder”. Boletín de la Real Academia de la Historia, Pág. (11) 219.

[15] Jaime E. Rodríguez O., El nacimiento de Hispanoamérica, Vicente Rocafuerte y ehispanoamericanismo, 1808-1832, México, Fondo de Cultura Económica, Pág. 12, 1975.
[16] 37 años más tarde, Simón Bolívar intentó encontrar una salida a la larga lucha por la independencia, pidiendo a su comisionado en Londres, Francisco Antonio de Zea, que presentase al embajador español, Duque de Frías, el “Proyecto de Decreto sobre la emancipación de América y su confederación con España formando un grande Imperio federal”.
[17] María Luisa Laviana Cuetos, en la Pág. 122 del capítulo “La independencia” de su obra ya citada “Historia de España”, agrega: “Y no fue el único: Campomanes, Floridablanca, Ábalos, presentan a Carlos III diversas propuestas encaminadas a retrasar en lo posible lo que todos consideraban inevitable: la pérdida de las colonias”

No hay comentarios:

Publicar un comentario