domingo, 13 de mayo de 2018






A la espera de buzos

Con la luz del día se pudo apreciar la magnitud de la catástrofe. El navío, visto a la distancia, parecía ser un pequeño promontorio sobre el mar, contra el cual constantemente arremetían las olas. A esa primera hora, el general de Sosa despachó un soldado –que debió nadar hasta la playa– portando una carta dirigida al corregidor de Guayaquil, en la que informaba del infausto suceso, “pidiendo que luego al instante y sin detención, fuese con todos los indios, balsas y embarcaciones que pudiese para ayudarle a sacar” [1]los valores del rey. Hay un dato sorprendente, que se registra en ese amanecer trágico: el chinchorro, que por lento y poco velero había sido despachado por anticipado a la isla de la Plata, con el fin de esperar allí a la flotilla, inesperadamente “se halló en aquel paraje, sin ser su derrota, ni saber como el cual con una fragatilla que iba de viaje a uno de los puertos comarcanos llegaron a la Capitana el día siguiente” [2]. ¿Cómo pudieron saber del naufragio tan rápidamente? Y no solo esto, querido lector, sino que llegó acompañado de una “fragatilla”. 
Aquí voy a ampliar este punto, si me lo permites amigo mío: el dueño de la “fragatilla” –como hemos leído– con toda “oportunidad apareció” en el lugar del naufragio, era de propiedad del capitán Juan Zorrilla de la Gándara, y sorpréndete amigo, el hombre era parte del “crucero”. 
Juan Zorrilla de la Guevara iba embarcado en la Almiranta a poner cobro en un navío suyo que juzgaba en Panamá, y habiendo llegado a la Punta de Santa Elena, supo que estaba en Guayaquil (...) se desembarcó en aquel paraje y fue por tierra al de Chanduy, donde por escrito se ofreció, y a su navío, para que el General lo ocupase en lo que fuese menester del Real servicio, y por no habérsele admitido este ofrecimiento, pasó a Guayaquil a tomar cuentas al Maestre del dicho su navío. Se le opuso que allí había comprado un barco y metiendo en él algunos mercaderes de los que se habían perdido en la Capitana con mucha cantidad de plata oculta, se había ido a Panamá. [3]
Resulta que la “fragatilla” de Zorrilla, traía a bordo un grupo de indígenas de la zona (cholos buceadores) que hacían en ella viajes a Panamá, quienes con toda oportunidad aparecieron –con el chinchorro “zorrero”– en el horizonte marino, cuando apenas se había producido el naufragio. Por esta y otras razones es que se llegó a sospechar que la Capitana de la Mar del Sur, fue encallada intencionalmente. Sin embargo, las investigaciones y juicios, no arrojaron luz clara sobre esta conjetura. El capitán Zorrilla –seguramente por guardar las apariencias– fue condenado a pagar dos mil pesos para la Cámara Real, “por haber ido de Guayaquil a Panamá sin licencia” [4].
El chinchorro traía a bordo un batelillo (bote pequeño), el cual fue utilizado para transbordar a este, la plata que se sacaba de las cámaras, camarotes y chopas del navío, a fin de conducirla a tierra. Como esta embarcación no podía acercarse mucho a tierra, sin peligro de embancar, la carga se la transfería nuevamente al batelillo, que la llevaba hasta la playa y depositaba en un campamento con guardia militar, establecido al fondo de la pequeña caleta. Este real, ofrecía ciertas seguridades, pues había sido levantado con mástiles, vergas, y otros maderos del naufragio. Utilizando el velamen como cubierta, se formaron dos grandes carpas centrales, y otras menores. Para entonces empezaron a llegar los primeros auxilios, entre ellos, dos balsas de Santa Elena con buzos, con las que se pudo extraer 200 barras de plata que se encontraban en la segunda cubierta de infantería. La plata que se logró recuperar enseguida, era la que se encontraba en lugares accesibles, pues a los pañoles no era posible ingresar sin la ayuda de gente avezada en el arte de bucear. Por este motivo, el capitán de Sosa, insistió con su solicitud de auxilio ante el corregidor de Guayaquil. Al mismo tiempo despachó un posta al virrey, para comunicarle la desgracia y dar cuenta de las cantidades de plata hasta entonces recuperada, que era precisamente la que carecía de registro. Que habiendo sido embarcada de contrabando, “las tenía aprehendidas hasta que se determinase lo que había de hacer” [5].  
A los tres días de estar el navío encallado, llegó el sargento de la Almiranta, con una carta de su capitán en la que informaba a de Sosa, que se encontraban fondeados en la Punta de Santa Elena, a nueve leguas de este paraje, aguardando sus órdenes para continuar viaje a Panamá. Reunido en consejo con sus oficiales resolvieron aprovechar la oportunidad para solicitar de esa ciudad el envío de buzos especializados, a fin de iniciar cuanto antes el rescate de la plata, “se trajeron de Panamá negros pescadores de perlas y expertos buceadores de otras partes” [6]. Ya establecido el campamento, en el cual reunía lo rescatado bajo la custodia del personal militar, el general Sosa dispuso el apresamiento de los dos pilotos de la Capitana, a quienes consideraba como negligentes responsables del naufragio, donde los mantuvo hasta entregarlos al corregidor de Guayaquil.

Rescate del tesoro

Una vez organizada en tierra, tanto la alimentación de la marinería y tropa que quedaba, como la custodia de los valores, de Sosa se concretó de lleno al rescate de los enormes valores que aún permanecían a bordo. Con la poca gente que tenía, empezó por abrir el costado expuesto de la nave, y menos batido por las olas. Como sabemos, esta se encontraba a media agua, tumbada sobre estribor en el banco de arena. La plata que se encontraba en los pañoles, como consecuencia del escoramiento, se había rodado hacia esa banda, y estaba mayormente sepultada por el lastre del buque, que también se había corrido sobre ella. Fue menester cortar el casco por la mediana, para que la popa quedase sin comunicación, y a fin de facilitar la penetración de la luz y el acceso de los hombres a las bodegas, se prendió fuego, tanto al castillo de proa, como al de popa –que sobresalían del agua– para que solo quedase lo que permanecía sumergido. Con un poco de paciencia y autoridad, logró convencer a tres o cuatro hombres que tenían cierta experiencia en el buceo, para que a través de los horados abiertos en el costado penetrasen a los depósitos, “y teniéndoles muy feliz a mi intento y deseo, se empezó a sacar mucha plata de Vuestra Majestad y particulares” [7]. Cuando recibió ayuda de buzos experimentados, con los hombres menos avezados, inició el rescate de las piezas de artillería, a la par que recogían por puñados los reales que habían caído al fondo arenoso del bajo. 
Cuando llegaron los socorristas de Paita, al mando del maestro de campo Isidro de Céspedes y posteriormente los de Guayaquil, el trabajo se aceleró. A tal punto que, al arribo al campamento del doctor don Pedro Vázquez de Velasco, Oidor de la Real Audiencia de Lima, quien había sido ascendido a Presidente de la Real Audiencia de Quito, enviado por el virrey García de Sarmiento, para encargarse en Chanduy de la recuperación y control de los bienes del soberano. Este funcionario
halló que habían sacado de cuenta de Vuestra Majestad doscientos noventa y una barras, y de particulares, trescientos setenta y tres, ciento nueva cajas de Reales, doce cajas de plata labrada, treinta y un mil pesos en talegos, mil nueve barretoncillos, cuatro piñas, las tres quintadas, once planchas, veinte y dos piezas de artillería, y algunos aparejos de cables, velas y otras cosas que conforme a las pocas fuerzas, que había sido trabajo muy singular y en que efectivamente ha mostrado Dios la grandeza de su misericordia. [8]
Don Pedro de Meneses, en carta del 15 de noviembre de 1654, da cuenta al soberano de la presencia de don Pedro Vázquez en el lugar del desastre [9]. Pero, una vez rescatados los bultos que se encontraban en lugares más accesibles, empezaron las dificultades: hallaron grandes cajones abarrotados de plata, que fue necesario desarmar para poder extraer su contenido. Trabajo arduo, pues dentro de los entrepuentes, flotaban maderos sueltos, durmientes, velas, que con las embestidas del mar ponían en peligro la vida de los buzos. Y pese a que estos bajaban con guías –esto es una cuerda para volver por el mismo camino– muchas veces el mar se las arrebataba, poniéndolos en peligro de perderse. Por este motivo ya habían perecido ahogados dos de los buzos llegados de Panamá. 
Era tal el amasijo y la enormidad del volumen de carga que había sido depositado en sus pañoles, que, “si sacada de ella se pusiese en la plaza de Lima, que es muy grande, juzga no cupiera en ella la carga que traía la dicha nao Capitana” [10]. Las enormes pacas de lana de vicuña, embebidas de agua, pesadamente bloqueaban la entrada a los compartimentos del centro; las mil quinientas sacas de harina, convertidas en engrudo escurridizo; once mil botijas de vino, daban tumbos de un plano a otro; cientos de piezas de bayeta, atados de cordellates, innúmeros cestos de loza, y tantas cajas de ropa, cuantos tripulantes y pasajeros viajaban, las cuales, estibadas sobre la plata, formaban una amazacotada mixtura que, con la marejada constante se desplazaba de un lado a otro, aumentando gravemente el riesgo de los hombres. La cantidad de plata sin registro, que sus dueños habían colocado por doquier, materialmente los obligaba a rebuscar bajo el agua en cada rincón posible. Además de todo lo descrito, el trabajo de rescate se veía interrumpido, cada vez y cuando la marea estaba crecida, porque la fuerza del oleaje arrojaba con furia a los buzos contra los tabiques del buque e impedía toda la actividad. Elementos todos, que sumados a la precaria alimentación, y al agotamiento del personal, aumentaron la dificultad de la tarea de rescate.



[1]AGI, Doc., 03. Carta al rey, del virrey conde de Salvatierra, 18/11/1654.
[2]AGI, Doc., 04. Carta del fiscal don Diego Andrés de Rocha, al rey, 19/12/1654.
[3]AGI, Doc., 16. Auto y condenas a los culpados del hundimientom y robos de la Capitana, 17/11/1659.
[4]Ibídem.
[5]Ibídem.
[6]Víctor Hugo Arellano Paredes, en Revista del Instituto de História Marítima,No. 22, Guayaquil, diciembre de 1997, p. 21.
[7]AGI, Doc., 05. Relación al soberano, del general don Francisco de Sosa, 28/12/1654.
[8]Ibídem.
[9]AGI, Doc., 02. Carta al soberano de don Pedro de Meneses, 15/11/1654.
[10]AGI, Doc., 12. Copia de testimonios del auto de don Pedro Vázquez de Velasco, 01/02/1655.

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