miércoles, 9 de mayo de 2018



La Capitana de la Mar del Sur

Esta presión sobre el Pacífico, que demandaba la custodia y defensa de sus costas, obligó a España a mejorar e incrementar el número de naves de guerra, y de allí devino la importancia de los astilleros de Guayaquil. Durante el siglo XVII, las construcciones navales, se hacían bajo control de las autoridades limeñas, de esa forma, la provisión de materiales, la contratación del constructor, el número de unidades, el procedimiento, y el financiamiento de cada una de ellas, eran de la exclusiva decisión y competencia del virrey del Perú. De su intervención, dimanaba la condición de “real” que tenía la obra emprendida. Personalmente designaba al superintendente y gobernador de las Reales Fábricas, nombramiento que recaía sobre personas con suficientes conocimientos sobre la materia, que  permitía al virrey tener un control más efectivo sobre el astillero. 
Las instrucciones y nombramientos otorgados en el siglo XVII eran bastante elaborados y determinaban las funciones y atribuciones del Superintendente en minucioso detalle. Estas órdenes usualmente especificaban su salario, la forma de compensación, si el proyecto era por un precio fijo, las dimensiones y tonelaje del buque o buques a construirse, la relación jurídica del Superintendente con respecto a las autoridades de Lima, la fecha de entrega del trabajo, usualmente sujeta a extensiones, y las varias autorizaciones indispensables para la adquisición de materiales y enganche de mano de obra. [1]
Este trabajo demandaba de una muy numerosa tropa, compuesta por individuos de distintas especialidades y pericia, desde los más capacitados: corregidor y superintendente, hasta el más humilde de los aprendices. Según nuestro historiador Julio Estrada, la ciudad, entre 1643 y 1648, acusaba un decrecimiento poblacional, por lo que no había más allá de 187 vecinos, o sea unos 950 habitantes. Sin embargo, la actividad del astillero requería de mucha mano de obra, y seguramente, ante la necesidad de personal suficiente, se contrataban hábiles artesanos de todos los rincones de la provincia. Debe ser en razón de esto, que se asegura que la gran mayoría de la población de este pueblo, digo ciudad, de unas tres a cuatro mil personas, estaba de una u otra manera involucrada. [2]
En el informe que el ingeniero militar Francisco de Requena elevó al rey, dice: “no hay establecido astillero, gradas, ni diques, con todo, es este río el único paraje en estas mares, –a excepción de algunos pequeños barcos que se han fabricado en El Realejo, en Costa Rica; y Concepción, en Chile– donde se ponen quillas y se botan al agua todos los mercantes del tráfico del Sur” [3]. En realidad, en Guayaquil, no existía un astillero con todas las características técnicas, exigencias e instalaciones conocidas y requeridas en Europa para la construcción de naves. Pese a lo cual, los astilleros que poseía la ciudad, se desarrolló y llegó a ser una exitosa industria, nacida de las condiciones socio-económicas de nuestra ciudad.
Nuestro juego de astilleros se ubicaban a la orilla del río, tanto en la ciudad como en Puná, sobre el playón de “cancagua”. En este lugar se nivelaba una zanja que servía de lecho a la base del navío en proceso de fabricación. Para empezar su construcción, el primer paso consistía en acunar la quilla en tal zanja, en la cual se funda toda la fábrica, que había sido labrada utilizando troncos derechos de guachapelí mulato. Este elemento es algo así como la columna vertebral del galeón. Sobre ella se encajaban y fijaban las costillas para dar forma a la estructura del casco. La madera de guachapelí era la ideal y la más utilizada en las estructuras navales, pues además de ser resistente al agua, el árbol proporcionaba el tronco para la quilla, los baos se obtenían de las raíces; de las ramazones, los piques, el pie de roda, el codaste, las curvas, los barraganetes, las estamenaras, la ligazón, la montadura y otras piezas menores. Y, finalmente, la leña que quedaba, se utilizaba para hacer fuego y dar la curvatura a la tablazón del casco. 
Una vez levantado el armazón, se lo forraba con maderas incorruptibles, como el amarillo, bálsamo, laurel de montaña, guadaripo, etc. Por 1763 se decía que no había astillero alguno que pueda tener todas las comodidades y facilidades, y todas las maderas más aptas para ser ensambladas, más finas y más fuertes y durables y más a propósito para construir toda clase de naves que el astillero de Guayaquil. Terminado el casco y las cubiertas, se procedía a calafatear con estopa de coco las juntas de la tablazón, para finalmente sellarlas con alquitrán y brea, traídos de la península de Santa Elena. Finalmente, antes de botar al agua el casco del nuevo barco, era pintado con alquitrán hasta un poco más arriba de la línea de flotación, que se determinaba calculando su capacidad de carga. 
Para la botadura de un barco recién construido, excavaban una zanja mayor, un poco por debajo de su quilla, este canal debía tener el mismo ancho de la panza, digámoslo así para mayor claridad. Una vez concluido este canal, al que se había dado la pendiente necesaria hasta el agua, lo cubrían con tablones untados profusamente con sebo. Previo a esta maniobra, lo estabilizaban con varios cuerdas fijadas en ambas bandas y sujetas por por varios hombres fornidos, en torno a gruesos postes de madera incorruptible. Tan pronto estaban listos, se quitaban las cuñas y con golpes de mazo por la popa, dados sobre la cabeza de la quilla, se lograba el primer impulso, y en el espacio de un Ave María corre con precipitada carrera al río, para detenerse flotando, sujeto por las anclas y cuerdas previamente colocadas. 
Toda esta maniobra que comprendía la botadura de una embarcación, era presenciada por numerosas personas, que se daban cita ante el espectáculo que ofrecía el evento. A este acontecimiento tan lleno de actividad y colorido, se allegaban músicos independientes, bandas militares, y los omnipresentes vendedores de cualquier cosa. Función tan singular para ser vista, que sin embargo de ser tan frecuente, como que es el único astillero de la Mar del Sur, concurre siempre a verla toda la vecindad, como una de las fiestas más singulares y dignas de celebridad, entre sus regocijos públicos.
Una vez a flote el nuevo buque, se procedía a concluir la llamada obra muerta. La cubierta, puentes y entrepuentes, pañoles, bordas, alcázares, etc. Finalmente, junto con el bauprés se levantaba la arboladura, para los cuales se utilizaba largos y derechos palos de maría. Luego se aprestaban los aparejos, templaban las jarcias para fijar los mástiles en la posición adecuada sobre la cubierta, se instalaban el cabrestante y su linguete, las bombas, y finalmente se aparejaba el velamen, todas ellas con su reslinga correspondiente. Por varios días después del acontecimiento, se mantenía la presencia de numerosas personas en los contornos del lugar donde se había efectuado la fábrica del buque. Esta vez no se trataba de aquellos que habían animado el escenario del atractivo suceso que hemos descrito, sino de individuos que buscaban aprovecharse gratuitamente de las brozas de madera que habían quedado esparcidas por la playa, que sin más costo que trozarlas, la vecindad hacía recoger por un sirviente o algún esclavo para el servicio de las cocinas y hornos.José Antonio Gómez Iturralde,Diario de Guayaquil, Primer Tomo, Guayaquil, AHG, 1999, pp. 226-228.

Nace la Capitana

Con estos antecedentes y descripción general, nos trasladamos al astillero alterno de Puná, y entramos de lleno en la descripción de la construcción de dos navíos de gran desplazamiento, y especialmente reforzados en sus quillas y bandas, como fueron los galeones Santiago Solano, nave Almiranta, y el más grande, jamás construido en el astillero de Guayaquil, La Capitana de la Mar del Sur, Jesús María de la Limpia y Pura Concepción de Nuestra Señora, ordenada su fábrica por el virrey del Perú, don Pedro de Toledo y Leyva, marqués de la Mancera (1639-1648), para aumentar la capacidad de transportación de los valores. [4]
Para iniciar los trabajos en 1640, y dentro de sus atribuciones, el virrey de Lima, designó como corregidor del proyecto al superintendente y Capitán de la Maestranza de Puná Martín de Valanzegui; a Esteban Carlos, como contador-veedor; a Clemente López, Juan de Maruri y Melchor Rodríguez, como maestro mayor, herrero, y asistente de la maestranza, respectivamente.
La reina del Mar del Sur, y pudiera serlo del Norte por su grandeza y hermosura. (...) Las quillas se colocaron el 8 de junio de 1641, y se botaron al agua en julio de 1644, su construcción tardó, pues, tres años y un mes. (...) Con arreglo al cómputo de proporciones, establecido por la legislación, la Capitana Jesús María, con sus 1.150 toneladas debió de medir 37 m. de eslora, 12 m. de manga, 5,70 m. de puntal, y 28,80 m. de quilla; la Almiranta, Santiago, que desplazaba unas 150 toneladas menos a proporción. [5]
La inversión fue grande: remesas en efectivo para atender los gastos iniciales, fletes marítimos que transportaron a esta ciudad, hierro, cajones con clavazón, pólvora, piezas de artillería, arcabuces, mosquetes, barretas grandes, azadas, lampas, palas, peroles de cobre y otros pertrechos de guerra y municiones (...) 282 quintales de hierro, platinillas de acero, clavos de costados medio y mayor y de Castilla, motones, etc. El costoso trabajo de carpintería, a cargo de carpinteros de lo blanco, de ribera y calafates; herreros, pintores; la pintura y arreglo de los escudos de armas y de artillería; más los sueldos y jornales para los grumetes, artilleros, etc., sumaban cifras considerables. La importación de cobre de Chile para fundir la artillería; la cabuya para confeccionar jarcia para la arboladura, estopa de coco y brea de la península de Santa Elena para carenar; lona, cinco anclas, bayeta para empavesar, madera, tinas, cubos. Además de 50 quintales y galletas, 280 pesos. (...) En medicamentos varios se invirtieron de bizcocho 1.088 pesos; en géneros diversos 3.000 pesos, y en gastos militares para atender las tropas de cobertura de los astilleros de la Puná, 3.500 pesos. [6]




[1]Laurence A. Clayton, Los astilleros de Guayaquil colonial, AHG, 1978, p. 21.
[2]Víctor Hugo Arellano Paredes, “La nave Jesús María de la Limpia Concepción, la Capitana y los astilleros de Guayaquil”, Revista del Instituto de Historia Marítima,No. 22, Guayaquil,  diciembre de 1997, p. 13.
[3]Francisco de Requena, en María Luisa Laviana Cuetos, Estudios sobre el Guayaquil colonial, AHG, 1999, p. 48.
[4]Víctor Hugo Arellano Paredes, “La nave Jesús María de la Limpia Concepción, la Capitana y los astilleros de Guayaquil”, Revista del Instituto de Historia Marítima,No. 22, Guayaquil, diciembre de 1997, p. 11.
[5]Lohmann en Víctor Hugo Arellano, “La nave Jesús María de la Limpia Concepción, la Capitana y los astilleros de Guayaquil”, RIHM,No. 22, Guayaquil, 1997, p. 17.
[6]Idem, p. 18.

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