Almirante William Brown en Guayaquil IV
Cesado el fuego del artillero la infantería inicio un cerrado ataque y amparados por los maderos apilados en la orilla, barrieron a balazos la cubierta cubriéndola de cadáveres y sangre. En esta situación tan precaria para el bergantín, los hombres de Guayaquil enardecidos por el triunfo, se acercaron a nado y armados de machetes y bayonetas treparon por el costado de estribor. Se inició una carnicería contra los heridos y sin dar tregua a los sobrevivientes se apoderaron de la nave. La descripción del episodio la hace Brown con alguna diferencia tanto con el relato de Villamil como con el de Fajardo:
“El bergantín, dice el almirante, continuó aproximadamente a la última y única batería cuando por accidente varó a tiros de pistola de la misma, después de obligar al enemigo a arriar el pabellón, el cual fue izado de nuevo al observar la situación en que se hallaba el Trinidad. Las tripulaciones de los botes que se encontraban en tierra sin comando alguno, sintiéndose atrevidos por el éxito de la victoria se introdujeron en la ciudad para obtener bebida en lugar de volver a su deber”.
“El fuego aumento por ambas partes con rigor y la batalla fue bien combatida a pesar de las dificultades en que trabajaba el bergantín, abandonado por su compañera la goleta y con un tercio de su tripulación en tierra, con el único bote capaz de flotar; los puntos estaban a su favor hasta que el enemigo se dio cuenta de la ventaja que les daba una gran cantidad de madera apilada en la orilla del río”.
“Estando el bauprés del Trinidad situado directamente sobre ese madero, las tropas se colocaron directamente atrás de ella y mantuvieron tal fuego que la escena tuvo un fin, infortunadamente demasiado rápido y la cubierta está llena de muertos y heridos. Fue arribado el pabellón como de costumbre, no habiendo otra alternativa con el fin de salvar la vida de los pocos restantes”. “Pero la furia del enemigo no podía ser apagada, aun cuando la señal de rendición lo requería. Me arrojé al agua del río rodeado de caimanes en compañía de otros dos, esperando que la marea cambie en nuestro favor y nos permita llegar a la goleta que estaba fondeada a tiro de cañón”.
“Pero uno de los hombres fue herido a mi lado y entonces volví indicando al otro que me siguiera, viendo que era inútil seguir luchando contra la marea y seguir nuestro destino a bordo. Las tropas seguían disparando todavía. Llegué a cubierta con seguridad, pero el pobre de Nelson que era mi acompañante, cayó. En el momento que llegaba a cubierta, empezó el abordaje por la amura de babor. La escena que siguió fue horrible; los largos y afilados cuchillos empezaron a trabajar en las gargantas y corazones de los miserables heridos que, por la pérdida de una pierna o un brazo o de sangre no podían arrastrarse bajo cubierta”.
“Me apoderé de un sable y con una mecha encendida en la otra mano me dirigí a la Santabárbara; al pasar por los camerinos pedí al capitán de la Consecuencia, preso a bordo, que fuera a cubierta y tratara de salvar la vida de mis hombres (poniendo fin al asesinato a sangre fría que tenía lugar) e informara al gobernador o comandante en jefe de las tropas en tierra, que Brown, el comandante en jefe de la expedición patriota, había ido a la santabárbara con la resolución de volar el buque mismo y a todos los que se encontraban en él si aquél con todos sus oficiales y hombres si no prometía inmediatamente observar con ellos el tratamiento de prisioneros de guerra y bajo la palabra de honor del Gobernador”.
“Esta amenaza tuvo el efecto deseado, pues en pocos minutos el Gobernador envió a dos comerciantes que hablaban inglés con un par de oficiales, los que informaron por la escotilla de la santabárbara que el pedido del comodoro Brown había sido concedido y que nada debía temerse de manos de un militar, que se obligaba por su honor a ser tan bueno como su palabra. Y en justicia sea dicho que ese Gobernador era tan bueno como su palabra al cumplir en todo sentido”.
Con la garantía de gobernador Vasco de Pascual, Brown salió de la santabárbara y se entregó. El depósito de municiones y explosivos del bergantín, estuvo en peligro de explotar más de una vez y no por la participación de su comandante como hemos visto, sino por la turba que abordó el bergantín al encontrar vino y bebidas alcohólicas, se embriagaron de tal manera, que muchos fumaban sus cigarrillos en medio de los restos de pólvora y cartuchos que en el empeño del combate se habían esparcido por el piso.
Dos de ellos dejaron caer las colillas por las escotillas de la santabárbara, sobre unos paquetes de franela vacíos que se encontraban sobre los barriles de pólvora. “Y si no hubiera sido, dice Brown, porque un hombre que acaba de nadar hasta a bordo saltó por la escotilla con sus pantalones chorreando agua sobre los cigarrillos encendidos, la explosión hubiera tenido lugar inevitablemente, de modo que la escapada fue verdaderamente milagrosa”.
El Gobernador, sobre su cabalgadura observaba los acontecimientos desde el malecón, y fue el primero en recibir a quien hacía poco había amenazado con tomar la ciudad. El cual, “habiendo sido saqueado de todo su equipaje, se vio precisado bajar a tierra sin más vestidura que una bandera patriota que encontró arriba de cubierta y con la que se envolvió”.
Al punto se formó una escolta con hombres de confianza, que al mando de un oficial y rodeado por numerosos ciudadanos trasladaron al prisionero a la casa de guardia. Lugar en que el almirante Brown, no sólo encontró ropa limpia, sino también una invitación para cenar en la casa de gobierno. “Después de asearme, etc., registra Brown, me apresuré a ir, con mi guardia, a cumplir una comida con tanta alegría como si ello fuera a bordo del buque o en la sociedad de mis amigos”.
Al momento de entrar el prisionero pudo notar que el comedor era muy amplio y profundamente alumbrado por tres o cuatro quinqués bien distribuidos. Una gran mesa de roble, sillas talladas de la misma madera, con los asientos de cuero repujado. Muebles pesados, típicamente españoles, como los que había apreciado mucho en el Buenos Aires colonial.
En la cabecera de la mesa se encontraba el gobernador don Juan Vasco y Pascual, donde recibía las congratulaciones de algunos visitantes por la victoria obtenida sobre tan intrépido y como poderoso enemigo. “Venga, siéntese a mi lado, dijo el gobernador a Brown, porque, aunque Ud. nos ha dado algo que hacer para ayudar a nuestro apetito, estoy resuelto a que cene con nosotros, sin ceremonias”. En ese tono continuo la velada donde el prisionero tuvo la oportunidad de departir con varios otros oficiales, y caballeros, que con sendas copas de vino opinaban a voces con cierta sorna sobre los hechos ocurridos. Relievando frecuentemente el valor con que los hombres habían desarrollado la defensa de la ciudad, pero sin utilizar palabras que pudieran herir los sentimientos del prisionero-huésped. En algún momento hubo quien insinuara la posibilidad de un severo castigo por su agresión, posiblemente con la muerte, pero Brown, mantuvo una calmada cortesía, pese a que para sus adentros pensaba: “Estoy seguro de que, si hubiera actuado como servil o tímido, la muerte hubiera sido mi destino. A mi cena con el Gobernador debo solamente un escape tan afortunado como el del 9 de febrero”.
Tanto las autoridades como la población, esperaban un nuevo ataque por parte de las dos naves más poderosas de la escuadrilla corsaria, que además estaban en capacidad de armar una tercera con la fragata Consecuencia capturada en el Callao, por tanto, se dispusieron a hacerles frente. Se levantó una compañía de 120 voluntarios fuertemente armados, y con la aprobación de gobernador se la puso bajo el mando de José M. Villamil, Francisco Lavayen y Vicente Ramón Roca.
Los temores se convirtieron en realidad, pues tan pronto la goleta que había escapado ilesa llegó a Puná, y comunicó el descalabro del Trinidad las fragatas Hércules y Halcón levaron anclas y remontaron el río con la determinación de destruir la ciudad, si no se ponía en libertad al jefe, oficiales camaradas y marinería del bergantín. En el Acta del Cabildo Colonial de Guayaquil, celebrada el 11 de febrero de 1816, consta la exposición del gobernador sobre las críticas circunstancias en que se encontraba la ciudad por la consiguiente amenaza:
“Siendo el recelar, como ya lo ha acreditado los últimos avisos, que dicha <
escuadrilla se afirma en su resolución de atacar a esta ciudad, y con más motivo por ser el citado prisionero hermano y cuñado de los comandantes de las dos fragatas que hacen la mayor fuerza enemiga, desea que manifieste éste Excelentísimo Cuerpo si halla otras medidas que formar de ofensa y defensa de las ya adoptadas, y que no se debe ignorar que se han establecido diferentes puntos, de fortificación, cuales son sobre los que tiene la Plaza, el de una batería en el paraje designado La Cruz, otra en el llamado La Tejería, deferentes piezas de alto calibre en la extensión de la cuidad y frente al río. Que también se cuente con tres lanchas de las fragatas para operar según lo exijan las circunstancias. Que cuenta su señoría con el mismo bergantín apresado que se halla acoderado para ofender, como pudiesen según la situación; y, últimamente, que cuenta con mil doscientos hombres armados de fusil y arma blanca; y sobre todo con un espíritu y disposición cual exige el apurado caso en que nos hallamos, y por el que su señoría espera manifieste el Ayuntamiento si se halla satisfecho de los practicado, siendo prevención que el estado de perfección que exigen todas estas disposiciones militares, aun no lo tiene, porque la angustia del tiempo, la vacilación del espíritu de la gente del pueblo en un casi nuevo para ellas, ha incluido uno y a que carezca aun de aquellas circunstancias de complementos, especialmente cuando el presente caso ha sido inesperado de pura sorpresa”.
El cabildo, que escuchaba esta relación contesto con voz unánime que:
“estaba plenamente satisfecho y congratulado del estado de defensa en que se halla la Plaza; que había visto hacer cosas no practicables en el estado de sorpresa y apuradas circunstancias en que se ve la cuidad; que creía que no podía hacerse más de lo que se había hecho, y que de todo el daba las debidas gracias a su señoría que había dado las mejores pruebas de entusiasmo, talento y actividad, correspondiendo debidamente a la confianza que hizo el Soberano cuando le confío el mando de esta Plaza”.
El Gobernador dio lectura a un oficio del capitán de la fragata Hércules, en que proponía, como hermano de Brown, su canje con seis prisioneros españoles que tenía a bordo.
El cabildo respondió: “que siendo éste un caso tan extraordinario que lo cree sin igual, el señor Gobernador operase según las circunstancias y los dictámenes de su prudencia”.
Con esta respuesta. Vasco Pascual despachó un parlamentario, que intercepto a la flotilla antes que ésta se pusiese a la vista de la cuidad, para proponer un canje de prisioneros con tal que los navíos se mantuviesen a la vista, pero ancladas en un punto alejado de la cuidad.
Una hora después de fondeados los buques, desembarcaron con el carácter de parlamentarios el comandante Bouchard, francés, y el medico Handford, inglés; y se dirigieron con una bandera blanca hacia el muelle, donde fueron recibidos con la etiqueta de ordenanza y conducido ante el gobernador de la plaza, a quienes entregaron un pliego del segundo jefe, en el que proponía por canje de Brown y demás sobrevivientes del combate, devolver más de 80 prisioneros y todas las presas exceptuando las fragatas Consecuencia y Gobernadora. Después de razonadas discusiones, la propuesta fue aceptada por las autoridades y por un grupo de notables personalidades de la ciudad, con la condición que la escuadrilla abandonase las aguas del Pacífico.
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