domingo, 6 de mayo de 2018


La Capitana de la Mar del Sur:
Jesús María de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora
Antes de la llegada de los españoles, había en la Costa del actual Ecuador, una sociedad indígena que cultivaba las artes marineras, navegantes de mar abierto y largas distancias. De emprendedores y hábiles mercaderes que intercambiaban productos internos exóticos con otros de lejanas tierras. Esto lo cita –sin profundizar en la amplia documentación histórica que existe– la leyenda guayaquileña escrita por Gabriel Pino Roca, que se refiere al encuentro del célebre piloto Bartolomé Ruiz, con una balsa velera tripulada por indígenas de nuestro litoral, cargada del místico Spondylus, tejidos y abalorios destinados al comercio. 
Pero Jorge Marcos Pino, prestigioso arqueólogo, compatriota nuestro, ha demostrado con sus profundas investigaciones, que el Spondylus, motivo principal del comercio, era un molusco a cuya concha, a lo largo del tiempo, los aborígenes le atribuyeron ciertas propiedades sobrenaturales, como las de propiciar la lluvia y las cosechas. Este molusco se encontraba en las profundidades del mar, en las inmediaciones de la isla de la Plata, frente a las costas de la provincia de Manabí. Los buzos manteño-huancavilcas lo extraían y paulatinamente lo difundieron desde la costa central del Pacífico mexicano hasta el norte de Chile. Cuando el marisco empezó a escasear en el medio que estaba a su alcance, lo fueron a pescar frente a las costas de México. Esto ha sido comprobado por el hallazgo de pesos de buceo y anclas –iguales a las que usaban los manteño-huancavilcas– en excavaciones realizadas en el país Azteca. Desde este tráfico comercial efectuado mediante las mencionadas balsas, introdujeron y difundieron el Spondylus en los Andes centrales. Lo cual quiere decir que nuestros antepasados, los manteño-huancavilcas –que antes de la conquista habitaban en los manglares del Salado y las costas de la Península hasta el centro sur de Manabí– ya constituían una sociedad bien configurada que recorría grandes rutas marinas, se vinculaba y negociaba con otros pueblos costeros.
Es necesario también, para comprender las condiciones y el escenario que queremos configurar, retroceder por un momento a la Santiago de Guayaquil del siglo XVII, y al mirar desde el río, fácilmente podremos distinguir los barrancos de la orilla del Guayas, que bordeaban nuestra naciente ciudad, y encontraremos, que al pie de la vertiente norte del cerro Santa Ana, se encuentra un estero llamado de la “Atarazana” [1], que tomó este nombre, cuando los guayaquileños levantaron una construcción de naturaleza militar, conocida como tal, en su orilla sur. 
Por el lado sur del citado cerro, donde hoy nace la calle Loja, está en primer lugar el estero de Villamar, al que lo siguen otros cuatro, que no los nombraremos, pues no forman parte de nuestra historia. Al extremo sur de la ciudad aquella, no poblado por tal fecha, aparecen a nuestra vista los esteros llamados de Carrión y San Carlos, ubicados donde se hallan las actuales calle Mejía y avenida Olmedo, respectivamente.
El mencionado estero de la Atarazana, por el año 1565, fue el emplazamiento del primer astillero de la ciudad, del cual tomó el nombre de “Estero del Astillero”, pero en razón de la estrechez de maniobra fue trasladado a la boca del estero de Villamar, que ya hemos ubicado. A partir del 17 de agosto de 1693, en que se dividió la ciudad y produjo el traslado de la gobernación a Ciudad Nueva, postergando a Ciudad Vieja, los astilleros se instalaron en el estero de Carrión, y pocos años más tarde, al crecer la ciudad, se trasladaron al sur del estero de San Carlos. Posición en que se encontraban hasta mediados del siglo XVIII. En la isla Puná funcionaba un astillero alterno, el cual era utilizado, por la misma maestranza, para construir navíos de mayor tonelaje.
Como esta historia comienza en el año 1640, nuestro escenario se limita a Ciudad Vieja, la cual se extendía en el espacio comprendido entre el cerro Santa Ana por el norte, el estero de Villamar por el sur, el río Guayas, por el este, y la Sabana Grande y los salitrales del Salado por el oeste. Por aquel tiempo, el astillero se situaba en la orilla sur del estero de Villamar, frente al convento de los Franciscanos y de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles. Los frailes seguidores del santo de Asís, y uno que otro vecino más cercano, se lamentaban por las imprecaciones que escuchaban y el gran barullo que armaban los carpinteros y calafates, mientras labraban y acoplaban la madera de las construcciones navales. 
Esta industria naviera, además de la consecuente actividad comercial, tenía una fuente de ingreso, que no era otra que la custodia y transportación regular del oro y la plata, desde el virreinato del Perú, a Panamá o Nueva España (México), y de estos a España. La transportación de esta impresionante riqueza, y el comercio en general que se producía, despertó la codicia de las potencias marítimas de Europa occidental, las cuales, desde un principio, rechazaban como inadmisible la adjudicación de los territorios y posesiones en ultramar entre España y Portugal, decretada por Alejandro VI Borgia en 1493. Por haber sido estos los reinos de Europa occidental que habían operado en su descubrimiento, les confió su administración y sobre todo la evangelización de sus habitantes. Con estas gigantescas disputas, el Atlántico, pero sobre todo el Caribe, se convirtió en escenario principal de las guerras, y en tumba líquida de miles de marineros y navíos cargados con toneladas de tesoros.
El rey Francisco I de Francia, la reina Isabel I de Inglaterra, y los estados generales de los Países Bajos, concedían a sus capitanes patentes de corso, para la conquista y colonización de tierras descubiertas en busca de extender, hacia ultramar, sus dominios y actividades comerciales. De esta manera, las piraterías contra las flotas españolas contaban con el beneplácito de los correspondientes estados. Estas operaciones tuvieron tanto éxito que, desde los años veinte del siglo XVI, los españoles se vieron obligados a proteger siempre las flotas que zarpaban cargadas de valores en metálico, y otras mercaderías, con fuertes escoltas de buques de guerra. A partir de 1543, el transporte se hizo en base a grandes convoyes que una vez al año atravesaban el Atlántico. 
Los ingleses se ganaron la primacía marítima al extender la guerra europea al Pacífico, y sus corsarios –entre ellos los osados Francis Drake que apareció por sus costas en 1579 y Thomas Cavendish en 1587– fueron los que más frecuentemente incursionaron en estas aguas hasta el final del siglo XVI.  Con el afán de posesionarse de territorios que sirviesen a sus fines comerciales, cinco flotas holandesas zarparon en 1598, hacia las que se dio en llamar Indias Orientales, tres de las cuales circunnavegaron el cabo de Buena Esperanza hacia el este, en travesía al océano Índico, por donde llegaron a Ternate o Tahinate que pertenecía al grupo insular de Gilolo Ternate. Punto que fue convertido en el centro del comercio y la piratería holandesa en los mares asiáticos. Las otras dos flotas navegaron al oeste, y pasaron por el estrecho de Magallanes con la finalidad de descubrir en el Pacífico la ruta que hacían los navíos españoles, para transportar desde Manila la mercancía oriental destinada a Europa, vía Nueva España, y desde esta, retornar a Filipinas cargados con metales preciosos extraídos del Nuevo Mundo.
La primera de estas dos flotas que navegaron alrededor del Cabo de Hornos, adentrándose en el Pacífico español en 1599, constaba de cinco naves y quinientos hombres al mando de Jacob Mahu y Simón de Cordes. El primero murió en el Atlántico y el segundo, al mando de cincuenta tripulantes fue aniquilado por los Araucanos al sur de Chile, de manera que debieron continuar su propósito, bajo la conducción de los primeros y segundos oficiales subalternos. En la segunda escuadra holandesa encontramos a Oliver Noort, como comandante de la nave capitana “Mauritius”. Tan pronto había llevado a cabo algunas correrías y causado daño a la navegación española, se enteró que el virrey del Perú había armado una flota defensiva, por lo que abandonó las costas americanas con rumbo al oeste. Quince años más tarde merodeaba nuestra geografía costera una flota de seis buques de guerra de la misma nacionalidad, comandados por Joris van Spilbergen, quien atacó a la Armada del Mar del Sur y estuvo a punto de destruirla en un combate que se libró cerca de Cañete, al sur del Callao, e incursionó, además, en el golfo de Guayaquil. Hubieron algunos filibusteros que amagaron, y otros que asaltaron nuestra ciudad, entre ellos el
flamenco Jacobo L’Hermite que en 1624 llegó con doce buques a la isla Puná y cayó sobre Guayaquil, pero resultó muerto; sin embargo, sus capitanes y tripulantes, como un acto de venganza, la atacaron por segunda vez, pero fueron nuevamente derrotados y obligados a abandonar sus pretensiones.
La lucha por el control y dominio del mar, iniciada por las tres potencias europeas, Inglaterra, Francia y Holanda, no tenían otra finalidad que apropiarse de la rutas comerciales españolas y portuguesas de todo su comercio con las Indias, para romper su monopolio, y abrir nuevas redes de circulación clandestina de sus propias mercaderías. Otra acción característica de tales potencias marítimas, que identifica la determinación de despojar a España de su comercio, fue la proliferación del contrabando en Iberoamérica. A fin de establecer esta piratería internacional, buscaron, hasta encontrar en las innumerables islas despobladas del Caribe, las bases de operaciones ideales para la comisión de sus propósitos. Pronto Inglaterra se mostró superior a las otras potencias, gracias a su condición y posición geográfica de isla, a la hábil política de alianzas de Isabel I, y a la capacidad naviera de su marina. En esta lucha por el dominio del mar y las rutas comerciales, cayó en manos del pirata Drake el más valioso botín para la náutica inglesa, el juego completo de los nuevos mapas de navegación españoles, mantenidos hasta entonces en riguroso secreto, que venía a bordo de un buque que arribaba a Guayaquil procedente de Manila. Este hecho, fue la puntilla final aplicada al poderío naval español, que luego de una lucha de 200 años por el dominio de los mares, debió cederle la primacía a la poderosa Inglaterra.


[1]En el diccionario de la Lengua Española, hay cuatro conceptos que identifican a esta palabra, de los cuales dos, corresponden a la actividad que probablemente se desarrolló en ese lugar de Guayaquil durante la colonia: arsenal de embarcaciones, o cobertizo en que trabajan los cordeleros o fabricantes de márragas u otras telas de estopa o cáñamo. Dentro de estas actividades debió participar la atarazana levantada en ese lugar de Guayaquil, pues recordemos que en esta ciudad se fabricaban jarcias de cabuya para aparejar las naves salidas del astillero cuando estaba en ese lugar.

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